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El regreso del Monte Perdido

Photo du rédacteur: lquimperlquimper

Dernière mise à jour : 28 déc. 2023

Luis Augusto Quimper



Las dos piedras siguen sobre la mesita del medio, las puse allí esta mañana, cuando salimos de la estación de Pau. Falta poco para llegar a Paris y aún no se me ocurre nada. La más chiquita, amarillenta, con puntos negros, me la trajo Iris de Italia. «La bahía de La Spezia es también la bahía de los poetas; supongo lo sabes, Luciano», dijo cuando me la dio en la terraza del Café Belga, una tarde después del trabajo. Era el inicio del verano, había sol, gente mal vestida, sudor, teníamos que gritar para escucharnos. «La recogí en la playa para ti, así que espero te inspires y me escribas algo antes de llamarme la próxima vez». Agarro la piedrita, la miro, le doy vueltas, trato de pensar en los cantos de Dante, de Byron, de Shelley, pero lo único que se me pasa por la cabeza es un perro viringo, el desierto de Piura, Frankenstein. No he vuelto a ver a Iris desde esa vez: en agosto se fue a visitar a su familia al Mar Negro. La otra piedra, en cambio, la que yo le llevo a ella, parece la miniatura de una montaña, es blanca, muy suave, brilla cuando la pongo contra el sol. La recogí hace dos días en el lado francés de la Brecha de Rolando. En la mañana habíamos perdido tiempo en un paso —Jacinto, nuestro guía, se equivocó en un desvío— y a esa hora casi corríamos en la bajada para llegar al refugio, antes que nos cayera la noche en la montaña. Más de doce horas de marcha, casi dos mil metros de subida hasta el Monte Perdido, no sé cuantos kilómetros de camino acumulados, una sola parada para comer con el culo sobe una piedra, y el sol en los ojos. En ese momento juré que nunca más, que ni loco iba a repetir el próximo año, que ya no estaba para eso. Pero ahora, después de la ducha de anoche —la primera en cuatro días—, de dormir en cuarto individual, de ir a un baño con puerta y techo, la vida se ve de otra manera. Caminar cuatro días en los Pirineos, lejos de todo y de todos, es mi preparación anual para enfrentar las tinieblas del invierno belga, la angustia de las metas de fin de año, el delirio furioso de las Navidades. Había un poco de nieve en la bajada, viento helado, piedras sueltas y Elena, recepcionista en Barcelona, resbaló y se fue de culo varios metros para abajo: a esa hora ya nadie controlaba las piernas… los nervios tampoco: «Odi caminar a la neu», gritó, y Carles, su novio, una máquina de subir cerros y andar por el filo sin que se le salga un pelo de la cola de caballo, fue a ayudarla.


Los camarotes del dormitorio del refugio de montaña de Sarradets tienen tres pisos; los del de Goriz, en el lado español, también; pero los buenos montañistas ni bajan de culo ni se quejan de los refugios. Después de la cena, escalamos con nuestras bolsas de dormir hasta los colchones de alto tránsito que nos asignaron, a menos de dos cabezas de distancia del techo. A un lado tenía a Jacinto; al otro a Elena en calzoncito y polito de algodón, solo una mano extendida nos separaba. «Discúlpame, Luciano, pero las longanizas de la cena me han puesto muy pedorreta», dijo tres minutos antes que se apagaran todas las luces del refugio y alrededores. No te preocupes, Elenita que hay treinta y tantos cuerpos digiriendo lo mismo en esta barraca, y el agujero compartido que usamos como WC está afuera, a no sé cuántos grados bajo cero.


Ya estamos entrando a la gare de Montparnasse, me quedé dormido un rato y vi otra vez los precipicios, las piedras en cuchilla, los valles minúsculos, volví a sentir frío en los pies, ardor en el cuello, vértigo en el estómago. Me guardo las dos piedras en el bolsillo, me pongo la mochila a la espalda, bajo del tren; ahora tengo que agarrar la línea cuatro del metro, dirección Porte de Clignancourt, quince paradas hasta la estación de Paris Nord. Cuarenta minutos de espera, y el Thalys, directo a Bruselas Midi. A la ida fui en avión hasta Barcelona, pero hoy día quise ir más despacio, demorar el regreso, dormir sin turbulencia, leer horas. Antes de ir a la estación de Sants a tomar el bus a Torla —un pueblito de piedras en la base del Monte Perdido—, pasé por la sección de autores sudamericanos de la Casa de Libro, la que está en el Paseo de Gracia. En la parte de libros en otros idiomas compré Mary, la primera novela de Navokov: No puedo aparecerme donde Iris con solo una piedrita de la Brecha de Rolando como todo regalo. A Iris le gusta mucho Navokov. Cinthya, en cambio, no ha leído a Navokov. No ha leído a nadie, en realidad, pero dice que, seguramente, el ruso era un pedófilo. Iris sí lee, claro, escribe poesía, ha publicado algunas cosas que no he podido leer porque están en cirílico. Ahora estoy en Paris Nord, más cerca ya de mi departamento de expatriado peruano en la capital de Europa. Más cerca, también, de los nueve-a-seis de todos los días; de los e-mails urgentes; de los plat de jour en la cafetería de la oficina; de los papers para el Comité de Crédito… y de las reuniones de todos los lunes con Cinthya. En una capacitación de personal, de esas a las que a Cynthia le encanta asistir, le dijeron que debía mirar a los ojos a sus subordinados, preguntarles por su familia, demostrarles empatía y disposición. «Tienes toda mi atención, Luciano», me dice al inicio de cada reunión. Desde que la promovieron usa faldas, zapatitos de taco, ya no se le ven las raíces del pelo. También le dijeron que organizara almuerzos mensuales con todo “su equipo”, porque el team building, es importante. Siempre se sienta en la cabecera de la mesa.


Ahora estoy en el tren a Bruselas, el último servicio del día desde Paris. Me queda una hora y poco para escribir algo para Iris que ya debe de haber regresado de sus vacaciones en Bulgaria. Iris que está más buena que las hermanitas de Azúcar Moreno cuando eran buenas, pero que todavía no se deja, todavía dice que todos los hombres son iguales, que no se quiere equivocar una vez más. Nuevamente saco las dos piedras de mi bolsillo y las pongo en la mesita del tren, junto a la ensalada que compré en la boca del metro. Abro el Moleskine con las notas del viaje y busco una página en blanco. Que la inspiración te agarre trabajando, decía uno que sabía.


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