- I can’t see anything that I don’t like about you
- But you will! You will think of things, and I’ll get bored of you and feel trapped because that’s what happens with me.
Jim Carrey y Kate Winslet en “Eternal sunshine of the spotless mind”.

La foto la tomé yo. La tomé y la guardé para mí; no la puse en el álbum de ese viaje ni en ningún otro, la tenía entre mis cosas, entre las páginas de uno de mis libros. La miraba cuando estaba solo. Después, cuando aparecieron los celulares, las laptops, las tabletas, la mandé a digitalizar, la guardé en mi “nube”. Nube. No me gusta esa palabra. Tampoco esas construcciones traducidas que todo el mundo utiliza ahora: teléfonos inteligentes, inteligencia artificial, redes sociales. La mediocridad, la vulgaridad, la huachafería son ahora mucho más evidentes que antes, más palpables, más agobiantes. «Nos vamos de viaje por nuestras Bodas de Papel», le explicó Marina a su familia antes de irnos; a la mía también; lo anunció a nuestros amigos; a la gente de su trabajo. Si no lo publicó en “sus redes”, fue porque aún no existían. Sí, “Bodas de Papel”, dijo, y yo no recuerdo ahora que eso me hubiera parecido cursi, impostado, ridículo; no recuerdo haber sentido vergüenza ajena. Cuando nos enamoramos se registra un aumento en los niveles de dopamina; esto resulta en una suspensión de los criterios de valoración con los que juzgamos a otras personas; es decir, nos volvemos ciegos ante los posibles defectos que pueda tener la persona amada. Marina tenía el bikini puesto debajo de un vestidito de algodón, nos habíamos alejado del grupo, de la gente en las sombrillas, de los quioscos en la arena. Trepamos por unas peñas, pasamos a otra playa, a una caleta, dejamos de escuchar las voces, los gritos de los niños en el mar, la música. Caminamos un rato en solitario, nos sentamos en la arena, abrí la lata de Quilmes, Marina sacó los sándwiches, el táper con la sandía cortada… pero no comimos nada de eso; la cerveza se calentó, tuve que botarla. La guía del tour se emputó, armó un quilombo, dicen en Argentina, porque llegamos diez minutos tarde al bus turístico. Hacer el amor en Península Valdés; ese podría ser el título del cuento que algún día yo escribiría, para el que tomaba notas en papeles sueltos, en una libretita de espiral. Sí, hacer el amor en Península Valdés en lugar de ver las ballenas australes, los lobos de mar, los pingüinos de Magallanes que, se suponía, habíamos ido a ver, para lo que nos habíamos inscrito en un tour guiado, pagado dos plazas. Pero a quién le importan unas jodidas orcas, o la flora patagónica cuando tienes veintitantos años, estás en una playa desierta en el fin del mundo, hay un sol del carajo, unas cuantas focas y unas caderas calientes a la mano, unas tetas bien paradas que te miran, te hablan, te exigen atención. Durante los meses de calor, nuestro cuerpo produce una cantidad mayor de oxitocina, también conocida como la hormona del placer. Había algo. Hay algo, mejor dicho, incrustado en la parte más oscura de mi cabeza con ese bikini de Marina. Yo mismo fui con ella a comprarlo, yo lo escogí, yo fui el primero que se lo vio puesto en ese probador del SAGA que había abierto en San Isidro. Yo le pedía que se lo pusiera, invierno y verano, en nuestro departamentito de recién casados de Lima. Azul con estrellitas doradas, tiritas en la parte de abajo, en la parte de arriba también. Desamarrar esas tiritas, liberar las tetas, dejar a “la persona amada” en topless, levantar un poco la parte de abajo, exponer las nalgas, hacer espacio, ingresar por allí. Solo unas gaviotas patagónicas atestiguaron el acoplamiento. Acoplar es unir piezas o elementos de manera que se ajusten perfectamente, haciendo que parte de uno entre en otro. Repetimos la operación cuando regresamos a nuestro hotel en Puerto Madryn. ¿Por qué escogimos Argentina para celebrar nuestro primer año de casados, nuestras “Bodas de Papel”? Mirar ballenas, caminar por la Patagonia, visitar el Perito Moreno antes que desapareciera. «Algo diferente, Marina, por favor». En esa época Marina me seguía en mis cosas, estaba siempre de acuerdo conmigo: ella también había enceguecido “ante los posibles defectos que pueda tener la persona amada”. «Ramiro no quiere ir a Miami, y odia la rivera Maya; nunca ha estado, pero dice que allí no va ni muerto», le explicó a sus amigas por teléfono. En la foto Marina está parada en la orilla, aún hay gotas de mar en su piel, sus pelos están húmedos, el agua le llega a los tobillos, el ancho Atlántico a sus espaldas. No mira la cámara, mira hacia abajo, como buscando algo en la arena, entre la espuma de las olas; la cicatriz, en diagonal a su boca es solo perceptible para quienes saben que la tiene. Un pibón en la Patagonia, ese sería el título de la versión argentina del cuento. Marina ya no tiene el vestidito de algodón puesto, una forma violenta, sin control, se lo ha arrancado del cuerpo unos minutos antes, lo ha arrojado a algún lugar de la pampa argentina. Ese bikini ya no existe, hace un montón de años que desapareció de nuestras vidas, Marina le dio de baja, o se desintegró por el uso constante durante los primeros años de nuestro matrimonio. Pero yo conservé la foto: era mi foto, la tomé para mí. Solo para mí. Qué alguien me cuente, por favor, que alguien me explique por qué carajos tuvo que darle justamente esa foto.
**********
Yo no soy, Ramiro, la que escribe cuentos, la que toma notas todo el tiempo, la que lee novelitas. Pero sí puedo contar esa historia, la historia de Marina y Ramiro; nuestra historia.
Cuando salimos de Malpensa, posteé nuestra ruta en Facebook, nuestro travel status; me encanta el mapita con las líneas punteadas entre los dos lugares: de Lima a Milán esta vez. También subí la foto que tomé a la entrada de la autopista —los camiones en el carril derecho; el panel verde con letras blancas encima: Bologna arriba, Firenze justo abajo— y escribí: “La Toscana es el jardín de Italia; Italia es el jardín de Europa”, lo leí en una revista del avión. ¿Cursi?; sí, puede ser, pero hace tiempo que decidí no dejarme influenciar por ti, Ramiro, por tus ideas, tus complejos, tus prejuicios. No mencioné nada de nuestro aniversario; todo el mundo celebra las Bodas de Plata, pero nadie sabe que los veintitrés años se llaman Bodas de Agua; yo tampoco lo sabía, la verdad, lo googleé. ¿Lo sabias tú; sabes de dónde sacaron eso del agua? No; claro que no, a ti nunca te han importado esas cosas, y a mí cada vez me importan menos, honestamente. Además, que sea nuestro aniversario de matrimonio es pura coincidencia: no es por eso que estamos haciendo este viaje. La verdadera razón no es publicable. Y, aunque lo fuera, tampoco la mencionaría: a ti no te gusta que cuelgue cosas tuyas en mis redes sociales. En mis “enredes sociales”, dices. Te has quedado en otra época con tu blog, Ramiro. «Si tengo que pagar para que publiquen mis textos, mejor los pongo yo mismo en Amazon; o gratis en un blog», dijiste cuando te hartaste de que las editoriales ignoraran olímpicamente tus cuentos, te mandaran al desvío con tus manuscritos, te pidieran plata para editar tu novela. “Si te crees capaz de vivir sin escribir, no escribas”. Así se llama tu blog. No es tuya la frase, la leíste en alguna parte, la anotaste en una de tus libretitas de espiral, en una de esas de las que no te separas ni cuando entras a la ducha. Suena muy literario ese nombre, lo reconozco, muy de vocación, de compromiso, muy de como a ti te gusta que la gente te vea, Ramiro; pero muy malo para un blog. Te lo dije. Aparte de tus amigos, de tu familia, tu blog no tiene seguidores, no lo lee nadie. ¿Cómo vas a tener seguidores, Ramiro; cómo vas a convertirte en un escritor conocido si solo publicas algo tres o cuatro veces al año? «En un blog tienes que poner cosas todos los días, comentarios, fotos, videos; no importa qué, Ramiro, lo importante es tener presencia en redes, desarrollar la marca Ramiro-Escritor»; te lo expliqué varias veces, te ofrecí mi ayuda, tú sabes que yo sé de lo que hablo, que conozco del tema, que mi trabajo es diseñar estrategias de posicionamiento de marcas, de nombres, que hago eso todos los días en la agencia de publicidad. Pero no me hiciste caso. Tu color predominante es el azul; los azules no escuchan a nadie. No quisiste hacer el test; claro que no, desprecias todo lo que huela a autoayuda, pero estoy segura de eso: tienes todas las manías de los azules. “Las personas de color azul son metódicas, introvertidas, valoran su independencia, no se sienten cómodas expresando sus sentimientos públicamente”. Nos lo explicaron durante la capacitación donde fuimos todos los de la agencia. Nos los explicó él, mejor dicho. Pasamos un día entero en el Marriot de Miraflores, en la sala de convenciones. En su momento te lo conté, lo conversamos. «Interesante», dijiste, pero no te dignaste a mirar el cuadernillo con las preguntas que te había traído, con las características de cada color, de cada tipo de personalidad. ¿Te acuerdas, acaso, que mi color predominante es el amarillo? “Los amarillos son los más sociales, tienen facilidad para moverse en ambientes concurridos, mostrarse positivos y sentirse cómodos entre personas que no conocen. Son entusiastas, buenos comunicadores y creativos”. Sí, fue allí, en esa capacitación en el Marriot, donde lo conocí: es instructor, conoce muy bien la metodología del MBTI. Guerra avisada no mata gente, Ramiro, te lo dije varias veces.
*********
A Marina la conocí en una fiesta de toque-a-toque en el Amadeus. Ser portero de discoteca en Perú es un trabajo bien jodido: chambeas los fines de semana, y por las noches; lidias con borrachos malcriados; tienes que controlar que no entren más patas que mujeres; la paga es una mierda; y tu jefe te putea si se te pasa un impresentable en polo o en zapatillas: “Hay que mantener un nivel mínimo de presencia en el local, carajo”, te grita. Por eso, a veces, los porteros de discoteca están emputados, y, solo por joder, por venganza, por puro resentimiento, no te dejan entrar, te mandan al carajo, te joden la noche: “Fiesta privada”, dicen, “circula, flaco, circula”. El Animal conocía al portero del Amadeus, era su choche, lo saludaba con la mano, lo llamaba por su nombre, le dejaba un par de fallos cada vez que íbamos. Por eso decidimos ir al Amadeus esa noche, en lugar del Grill del Costa Verde que nos quedaba más cerca. A veces, un portero de discoteca, un par de cigarritos, deciden cómo será el resto de tu vida, con quién la vas a compartir, con quién la vas a sufrir. Fujimori era el emperador del Perú; Vladi veraneaba con la Beltrán en su hatito de playa Arica; Laura Bozzo era la reina del mediodía. El triunvirato peruano de los noventa decidía a qué hora comenzaba el toque de queda en Lima, a qué hora tenías que, sí-o-sí, guardarte en tu casa… o en un discoteca. Y hasta qué hora. El Amadeus tenía dos pistas de baile, dos salas, estaba en Monterrico, al costado de un museo, la segunda sala era un restaurante, la abrían cuando la gente terminaba de comer, sacaban las mesas, las sillas, ponían a un par de mozos en la barra, subían el volumen de la música: Los nosequién y los nosecuántos; Arena Hash; Juan Luis Guerra; Emmanuel. Las flacas iban al Amadeus con los shorcitos de las dalinas de Nube-Luz; los patitas con los dos primeros botones de la camisa de seda abiertos, bien a la Glostora, al gimnasio de San Isidro. Si tú eras miembro de la gentita limeña, si eras alguien importante, o aspirabas a ser algo en la vida tenías que ir, obligado, al Amadeus.
**********
Una villa toscana con piscina, colinas de cipreses, campiñas con viñedos, Chianti, pasta fresca, aceite de oliva, un Fiat 500. Tantos años hablando de esto, de este viaje varias veces postergado, casi cancelado. Fui yo la que insistió, la que presionó para que viniéramos, la que gritó: «Me niego a mandar veintitantos años de matrimonio por la borda, Ramiro». Sí, yo sé, lo anotaste en una de tus libretitas: En su libro ‘Cartas a un joven novelista’, Mario Vargas Llosa postula que en la creación literaria hay que huir de los lugares comunes, de las frases hechas, puntos muertos de la creatividad, reflejos de la mediocridad. Decir “mandar todo por la borda” es una frase hecha; “guerra avisada no mata gente”, un lugar común. Sí, pero a mí qué me importa lo que diga ese señor; acaso no fue él el que se enrolló con la esposa de Julio Iglesias, con la “reina del papel cuché”. ¿De qué habla entonces? Ayer hicimos el tour en Vespa, lo organicé yo desde Lima.

Si por ti fuera, te pasarías las vacaciones debajo de un ciprés anotando las frasecitas, las reflexiones que te llevarán a la posteridad, leyendo todos los libros que te has traído de Lima en la maleta. “Tu excursión en Vespa incluye un paseo guiado por la encantadora campiña toscana, seguido de un delicioso almuerzo tradicional en un restaurante de la región de Chianti Rufina, acompañado de vino y también de la visita a una cantina”. Yo sé que te molesta la gente, la bulla, que el calor te pone de mal humor, pero no protestaste esta vez, no dijiste: “ridiculeces, Marina”; tampoco: “te están manipulando, mujer”. Solo me miraste cuando te dieron el casco y la llave de tu Vespa, me miraste, pero no había cólera ni reproche ni desprecio en tu cara; esas cosas las dejamos en Lima, ese fue el acuerdo, no explicito, no conversado, pero sobreentendido. Sé que estás tratando. Te vi sonreír, conversar, preguntar, anotar cosas; por un momento te vi como te veía antes. Finalmente, no fue tan mala idea lo de la Vespa, ¿no?
**********
El Delirium estaba en Barranco, en una calle peatonal transversal a la plaza de Armas, tenía terraza, los cueritos subían a bailar en las mesas cuando estaban empilados, cuando ponían YMCA de los Village People. No sé si existe todavía: hace un huevo de tiempo que no voy por allí. «La zona se ha maleado», dice Marina. Lo bueno del Delirium era que podías dejar tu tella de whisky allí: la gente de la barra, con un plumón negro que tenían en la caja, hacía una línea a la altura de lo que quedaba, ponía tu nombre y la metía en la vitrina, te la guardaba para la siguiente vez, para el siguiente fin de semana. Agarramos el zanjón, subimos por Primavera y de allí, forradazos, sin escalas, hasta Monterrico, un esprint entre el Hyundai Excel del Animal, y mi Golf con vidrios polarizados. Había que llegar antes de las once de la noche. El comienzo del toque de queda nos agarró en la cola de entrada del Amadeus. Rapidito, compadrito, que llegan los milicos, la gente de Sendero, la de Polay. Al Animal lo conocí en el trabajo, teníamos el mismo jefe. Mi primer trabajo, mi primera chamba después de acabar la universidad, fue en Financiera Andrómeda. Financiera Andrómeda tenía sus oficinas en una de las torres de Camino Real, en San Isidro, daba crédito para comprar electrodomésticos a plazos. «Nuestro segmento de mercado, nuestro segmento objetivo, es la gente que no puede pagar una licuadora al contado, la que no tiene acceso a la banca tradicional, a la que le niegan una tarjeta de crédito», nos decía Rafael en las reuniones de trabajo. Rafael era el Gerente General, el CEO de Andrómeda, diríamos ahora, era arequipeño, tenía un bar con whisky en su oficina; también un telescopio, sacaba las dos cosas a la terraza cuando trabajábamos hasta tarde. El logo de Andrómeda tenía varias estrellitas, trazos circulares, letras; todo eso blanco, todo eso sobre un fondo negro. En la campaña del Día de la Madre era cuando más préstamos otorgábamos en todo el año; en la de Navidad también. El portero del Amadeus era parte de nuestro “segmento de mercado”, lo teníamos en nuestra base de datos. El hombre se podía llevar una refrigeradora para su viejita; un Sony de catorce pulgadas para ver el Mundial; una licuadora para su flaca. Todo eso a sola firma, y en dieciocho cómodas cuotas mensuales. Les metíamos la yuca con los intereses a nuestros clientes, los clavábamos, los manipulábamos con nuestras cartitas de crédito preaprobado, con nuestros catálogos de productos en papel cuché. El marketing aspiracional busca proyectar una imagen de cómo podrían ser los consumidores, en lugar de cómo son. Los modelos que salían en el catálogo de productos de Andrómeda eran de la gentita limeña, la misma gentita que iba a bailar al Amadeus. «Tienes que ser más assertive, patita», me decía Peter cuando salíamos de las reuniones de trabajo. Peter era mi jefe, había hecho un MBA en Filadelfia, le gustaba usar palabritas en inglés, le decía patita a todo el mundo. «Tenemos que trabajar en tu self-esteem, patita; mejorar tu autoestima, desahuevarte un poco, Ramiro», dijo y me inscribió en un seminario de comunicación asertiva. “En este curso proporcionaremos el marco conceptual y las estrategias de comunicación asertiva, que te permitirán perfeccionar tus habilidades para comunicarte”. El seminario duró un día entero, hubo ejercicios, juegos de roles, la instructora nos explicó algunas técnicas: «Respirar profundamente tres veces ayuda a reducir la sensación de estrés o ansiedad, mejora tu concentración», dijo. Ya, muchas gracias, señora instructora, pero lo que a mí de verdad me volvía asertivo, directo, lo que me daba una seguridad del carajo no eran los tips de su seminario, sino el whisky del Delirium: tres o cuatro vasos de Johny Walker con hielo me transformaban en un sujeto original, impredecible, atractivo, en alguien que creía firmemente en sí mismo.
***********

Hoy día fuimos a visitar Siena; no hablamos mucho en el Fiat 500, no era el momento… aún no. “En Siena todo es ladrillo; el duomo es majestuoso, y tienen los mejores helados de toda la Toscana”, escribí en mi Facebook, colgué un par de fotos que me tomaste en la plaza, un video de las colas de turistas delante de la heladería, de las tienditas donde vendían limoncello, aceite de oliva, mantelitos. No entré a ninguna: yo también estoy tratando, Ramiro. Tampoco te pedí abrir el sun-roof del Fiat 500, te busqué un parqueo tranquilo, con sombra; recontra alejado del centro de la ciudad, pero sin estrés, sin gente. Quizá me sienta culpable yo también. Vientres, dedos de pie, uñas, sudor, olor, sobacos, pelos, cráneos, suecos, sandalias, chancletas, bivirís, polos, buzos. «En el verano la gente se pone más fea, ¿no?», eso no lo escribí en el Facebook, te lo dije mientras caminábamos por una de esas callecitas cubiertas que tanto te gustan. Tampoco hablamos mientas almorzábamos; no era un lugar adecuado para una conversación así. Te gustó San Geminiano, a mí también. Tuvimos suerte de encontrar ese restaurante, esa vista a la campiña, a las murallas de la ciudad. El vino blanco me relajó; la cerveza te puso de buen humor; la mozzarella, el bistec a la florentina. «La vista es magnífica», comentaste un par de veces y yo no dije nada, pero no pude evitar pensar en una de tus libretitas: Cuando, a los dieciocho años, Hemingway llegó a la redacción del Kansas City Star, leyó el libro de estilo: “Usa frases cortas. Elimina cada palabra que sea superflua. Evita el uso de adjetivos, especialmente aquellos que parezcan extravagantes, como espléndido, grandioso y magnífico”. Sí, Ramiro, yo he leído tus libretitas, tus apuntes, tus ideas. ¿Que no está bien eso? Lo que no está bien es lo que hay en tu cabeza, las cosas que haces, lo que piensas, lo que escribes.
*********
El código técnico de construcción peruano limita el aforo en discotecas a dos personas por metro cuadrado. Vi a Marina en el medio metro cuadrado del Amadeus que le correspondía. Vi su faldita de blue jean, sus botas de militar, su cicatriz en diagonal a la boca, su ombligo, los bultitos debajo de su top. Respiré profundamente tres veces el dióxido de carbono exhalado por esos doscientos organismos confinados entre las once de la noche y las cinco de la mañana, en la segunda sala del Amadeus, y me mandé con todo, me lancé a la piscina: «Yo sé que a ti te gusta el daiquiri de fresa», le dije y con un gesto firme, asertivo, ligeramente autoritario, deposité la copa en los veinticinco centímetros cuadrados de barra que le tocaban. Ernest Hemingway fue un cliente regular del Floridita por más de veinte años. El Floridita es un bar en la Habana, su cocktail más conocido es el daiquiri. A todo el mundo le gusta el daiquiri, eso es un hecho, a fact, decía Peter. «Yo solo tomo vino blanco», dijo Marina. Aja. Peter también decía shit happens cuando en el trabajo no la achuntábamos con las proyecciones; cuando las cosas no salían de acuerdo a lo planeado; cuando nos equivocábamos con uno de los supuestos. Sí, Peter, efectivamente, shit does happen sometimes. Eso de las capacidades adquiridas es una falacia, señora instructora, un fraude de la literatura profesional, estoy seguro: las capacidades verdaderas son las innatas, las que uno trae inscritas en su cabeza cuando lo desembarcan en este planeta, lo demás son cojudeces.
**********
El segmento objetivo de Financiera Andrómeda, ese al que ustedes le sacaban la mugre con las cuotas mensuales, ese al que manipulaban con sus fotitos, sus catálogos, con sus promociones del Día de la Madre, de Navidad, ese de los porteros, de las secres, de los enfermeros dejó de pagar sus cuotas mensuales. Tus compañeritos de Cobranza Coactiva no pudieron recuperar las refrigeradoras, las licuadoras, los televisores. Te quedaste sin chamba, Ramiro, todos se quedaron sin chamba, liquidaron la empresa, liquidaron a todo el mundo. Eso fue, más o menos, cuando Fujimori mandó su fax desde Japón; cuando Magaly Medina se fue a Miami a arreglarse los dientes; cuando al cholo Toledo le apareció una hija en Piura. Y cuando yo di a luz a Álvaro. Y fue también en esa época, cuando íbamos por nuestro segundo año de matrimonio, o quizá era el tercero —nuestras Bodas de Cuero, se dice—, cuando todo comenzó a torcerse entre nosotros, cuando la frescura, la inocencia, la complicidad que teníamos se fueron gradualmente al carajo; cuando se acabaron tus escenitas de celos, tus cuadros de inseguridad. Y también cuando dejaste de mirarme, de cuidarme… de tocarme. ¿Por qué pasó eso, Ramiro? En su libro ‘El amor dura tres años’, el escritor francés Frédéric Beigbeder dice que después de tres años, en las relaciones de pareja se imponen el tedio y la monotonía, anotaste esto en uno de tus malditos papelitos, lo resaltaste. No sé si una cosa tiene que ver con la otra, pero también fue en esa época cuando se te metió en la cabeza lo de la escritura, cuando te obsesionaste aún más con los libros, cuando toda tu vida; nuestra vida, mejor dicho, comenzó a dar vueltas alrededor de eso. Te recolocaste en una corredora de seguros, te dije que eso era mostrar pocas ambiciones, que te estabas poniendo las metas muy bajas, que ese puesto no te convenía, ni a ti ni a la familia. Dijiste que era una puerta de entrada, un paso intermedio, una plataforma para algo mejor. Eso de la “plataforma” no era verdad, Ramiro, tú lo sabías muy bien. Durante el día, Franz Kafka realizaba informes para una compañía de seguros, donde, si bien no recibía un buen salario, tenía un horario que le permitía concentrarse en lo que realmente le apetecía: escribir.
**********
«¿Y a ti por qué te dicen Autista?», me preguntó Marina mientras bailábamos en la segunda sala del Amadeus. Marina es asertiva de nacimiento. Todos los días, a la hora del refrigerio, yo iba a almorzar al Cherry que estaba en la Dos de Mayo, iba solo, pedía el menú del día, leía libros mientras comía, escribía. Me organizaba para ir un poco tarde, para llegar cuando todo el mundo volvía al trabajo; miraba antes de entrar; si veía a alguien conocido, seguía de largo. En el Tip Top podías comer salchipapas con milkshake de fresas sin bajar del carro. El mozo te traía la comida en un azafate de aluminio con patitas, lo enganchaba en el vidrio de la ventana. En Andrómeda dejaron de avisarme cuando salían a almorzar en grupo. Por eso el Animal me decía Autista, por eso todos en la empresa me decían Autista. El daiquiri de fresa del autista; o Un autista en el Amadeus, uno de esos dos podría ser el título del cuento, de la novela que algún día yo escribiría. El Pinky’s estaba en la avenida Aviación, al frente de una de las columnas del tren eléctrico que Alan había mandado construir. En las noches de toque de queda, el Pinky’s cerraba a las once de la noche y abría a las cinco de la mañana. En el Pinky’s te servían el caldo de pollo en un plato hondo, la pechuga, las papas y los fideos en otro. En cada mesa había un platito con rodajas de limón y ají cortado. También vendían cerveza helada, la sacabas directamente del refrigerador. «Me gusta esa flaca, Animal; se llama Marina; se parece harto a Shakira, ¿no?», le dije a mi pata mientras comíamos. «¿A Shakira dices?, no jodas hombre; a quien se parece es al Che Guevara, a la hermana del Che Guevara, mejor dicho», respondió el Animal con la boca llena de pollo, de papa sancochada, de fideos cabello de ángel. «Qué risa tan cojuda tienes, Animal; por mi madre que sí».
*********
Al taller de narrativa te inscribiste cuando Alvarito aún no había cumplido los seis meses, y yo recién retomaba mi trabajo en la agencia de publicidad. No era el mejor momento para eso, ¿no, Ramiro? Te ibas una o dos noches por semana. Lo dictaba un escritor, un pedante con raya al medio que tenía un programa en TV Perú, comentaba libros, entrevistaba gente del “ámbito cultural”. No tenía mucha audiencia su programa, muchos seguidores, se diría ahora. Encargaste sus libros en una librería de Miraflores, una chiquita que había en Porta, te habías hecho amigo del dueño, un viejito, los leíste, dijiste que eran mediocres. Vera ars velat artem: el arte verdadero oculta el artificio, apuntaste. Pero seguiste yendo al taller, guardaste las separatas que te dio el sujeto: tipos de narrador; el tiempo narrativo; el punto de vista; el tono; el estilo; la construcción de los personajes. Nuestros amigos preguntaban. «Un escritor no escoge la historia, la historia lo escoge a él», explicabas. «La inspiración tiene que agarrarte escribiendo», decías. «La escritura es un músculo que hay que ejercitar todos los días», repetías. De eso sí te gustaba hablar. Te alucinaste elegido, Ramiro, señalado, ungido. Comenzaste a levantarte temprano, a acostarte tarde, a escribir cuando Alvarito y yo dormíamos. Disciplina, sí, reconozco que tienes disciplina; talento no sé, no soy especialista en literatura, pero disciplina sí, disciplina y egoísmo; eso también. Escribes todos los días, a puerta cerrada, con tu música, tu Tchaikovsky, tus Fabulosos Cadillacs, tu rock clásico. Antes, los sábados, los domingos, te pedía que te quedaras un poco en la cama, que escribieras más tarde, que te relajaras… que nos relajáramos juntos, pero rara vez me hacías caso, o cada vez me hacías menos caso. Comencé a hartarme de tus explicaciones, de tus excusas, de tu estupidez esa del músculo. ¿No se supone, acaso, Ramiro, que en las parejas normales la cosa es al revés?
**********

Marina vivía frente a un parquecito con monumento en La Aurora, en Miraflores, a unas cuantas cuadras del Wong de Benavides. De allí la recogí el siguiente sábado; a ella, a su canastita de paja y a su toalla playera. El Animal y Rochi fueron con nosotros. Cuando salíamos, el Animal llevaba siempre una chata de metal en el bolsillo, echaba chorritos de pisco a los vasos de cerveza. La recargaba en el bar de su viejo antes de salir. Si no había pisco, metía whisky, o ron, o vodka; lo que encontrara. Por eso le decíamos Animal: Filip el Animal de Andrómeda. Rochi era la secretaria del Gerente Financiero. Una de las cosas que más le gustaba a Rochi en la vida era el pisco sour Catedral del bar del hotel El Golf de San Isidro. El Animal quería con Rochi, pero Rochi no quería con él, Rochi quería con Alejo. El Animal era el encargado de la base de datos, un simple manejador de los datos de los clientes de Financiera Andrómeda; Alejo era el Gerente de Marketing, tenía dos hijitas, una esposa, y hartas ganas de enrollarse con Rochi, la chata-power, de Andrómeda. Los jueves Rochi iba en minifalda a la oficina; y los jueves también, después del trabajo, todos íbamos al bar del hotel El Golf. Alejo le pagaba dos o tres pisco sour Catedral a Rochi. Rochi no tenía carro, Alejo siempre se ofrecía a llevarla a su casa en su Audi A4. «La chata-power te usa como caja para que le pagues los tragos, para que la movilices, no seas huevón, Animal», le decía yo; le decía Peter; le decía todo el mundo. La playa Punta Rocas se encuentra en el kilómetro cuarenta y dos de la carretera Panamericana Sur, en el distrito de Punta Negra. Presenta un oleaje del tipo reef-break, que puede presentarse tanto en olas izquierdas como derechas. Agarramos una sombrilla de paja en la segunda fila, estiramos las toallas sobre la arena, pedimos ceviche mixto, choritos a la chalaca, y cerveza. Cinco horas de cerveza, choches, por favor. A cambio de las cervezas con pisco que el Animal le pagaba, Rochi le permitía que le pusiera el bloqueador en la espalda, en las nalgas. Sobarle las nalgas a Rochi bien valía la inversión; en esos estamos de acuerdo, Animal. El hilo dental de Rochi; o La chata-power en Punta Rocas; esos podrían ser los títulos del cuento que yo tenía que escribir. Marina solo me dio acceso a la parte alta de su espalda, pero había algo en el aire que hacía que yo me sintiera positivo, seguro, asertivo. El aire del mar es rico en iones negativos, unas partículas cargadas enérgicamente que nos ayudan a relajarnos y favorecen la producción de serotonina, la hormona de la felicidad. En el camino de regreso a Lima escuchamos Maná, Soda Stereo, Shakira. En esa época a mí me gustaban la playa y Shakira, su Antología, su Se quiere, se mata. Ahora no me gustan ni la playa ni Shakira. No aguanto la arena en el culo, el sol tampoco, me atormentan el ruido, la furia, la estridencia, el culto a la ridiculez. Shakira dejó de gustarme cuando se volvió rubia, cuando comenzó a gritar Waka Waka, cuando se convirtió en una mujer despechada. Marina todavía escucha a Shakira, la sigue en Instagram, dice que Piqué es “un pendejo, que todos los hombres son iguales”. Escribe esas cosas en su teléfono, las publica en sus redes, discute “virtualmente” con gente que nunca ha visto. Escribe esas cosas, y también publica cartelitos con textos. Cuando Rusia invadió Ucrania, Marina puso la bandera ucraniana como fondo de su foto de perfil. Yo no tengo Instagram, Facebook tampoco, yo solo tengo un blog donde pongo los cuentos que escribo, que algún día voy a escribir.
**********

“Lo que más me gusta de Amberes es esa armonía perfecta entre antiguo y moderno: los tranvías conviviendo con los carros; las callecitas medievales con las grandes avenidas”, escribí en mi Facebook cuando fuimos a visitar a Filip y a Ana, puse fotos de los barcos en el Escalda, de Alvarito comiendo wafles en el zoológico, del túnel peatonal debajo del río. El trámite le tomó más de dos años, se gastó un cerro de plata en traducciones, en legalizar papeles, certificados, en clases de neerlandés; pero, al final, Filip, el Animal, tu pata consiguió su pasaporte de la Comunidad Europea, un trabajo en Bélgica, se llevó a Ana y al bebe. Nunca he entendido cómo dos personajes tan diferentes como Filip y tú, Ramiro, pueden ser tan amigos: un animal parlante y un autista; un lugar común de noventa kilos y un aspirante a escritor medio mudo. «Vamos a tomar algo entre patas, recordar viejos tiempos», dijeron una noche los dos pervertidos sudamericanos cuando estábamos allá. «Diviértanse, chicos», respondieron el par de espositas peruanitas, mamitas, cojuditas. Todo el mundo sabe que en Ámsterdam hay un barrio rojo; el de Amberes es menos conocido, pero es la misma cosa, tú lo sabes muy bien, Ramiro, lo describiste al detalle. La parte delantera de cada vitrina debe tener entre dos y tres metros cuadrados; la iluminación es blanca; hay espejos de cuerpo entero por los cuatro costados; toallas; alfombritas sin pelusa, percudidas; un taburete; un sillón en algunas. Las chicas alquilan las vitrinas por día, o por horas, solamente. Eres tan meticuloso con las descripciones, con la transcripción de las conversaciones, de tus pensamientos, de tus reflexiones. ¿De dónde esa necesidad, Ramiro, de registrar todo, hasta el mínimo detalle, incluida la última estupidez que se te pasa por la cabeza? En su célebre artículo ‘La narrativa’, Virginia Woolf propone que examinemos por un instante una mente corriente en un día corriente. La mente recibe un sinfín de impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes o gravadas con afilado acero. La vida es un halo luminoso. ¿No es el cometido del novelista transmitir ese espíritu cambiante, desconocido e ilimitado? Filip pasa por allí, por el Barrio Rojo de Amberes, una vez a la semana. Para ir más rápido, para regresar a casa antes que Ana se de cuenta, va en patinete eléctrico, tiene una aplicación en su iPhone. «Mis polvos son ecológicos, Autista», te dijo, y yo lo veo, me lo imagino, mejor dicho, riéndose como un baboso… a ti también. Las chicas usan transparencias, baby-dolls, bikinis, dan pasitos, vueltitas, se recuestan en el taburete, en el sillón, sonríen, muestran la “merca”. Con una manito saludan, con la otra miran su teléfono. «Desde que nació el tigrillo, Ana no quiere nada conmigo; “las hormonas”, dice, y me manda al carajo nueve de cada diez veces; por eso yo vengo acá, Autista», te explicó el Animal. Hubiera dado lo que sea por ver tu cara en ese momento, Ramiro. Pararon frente a una vitrina que se abrió hacia afuera. «Mi casera —te dijo Filip—, es checa, me ama, hace todas las cosas que Ana ya no quiere hacer». Le diste la mano antes de que entrara; “campeón”, le dijiste; como si tener sexo con una rubia con tetas de silicona que te cobra fuera una proeza, mereciera un diploma, un reconocimiento. Una hora después, tu “brother” estaría durmiendo al costado de su mujer, de la madre de su hijo, dándole un beso de buenas noches, diciéndole “duerme bien, mi amor”, y a ti eso no te generó ninguna reflexión, ningún conflicto interno, nada que mereciera ni una jodida línea en una de tus malditas libretitas. «Yo tengo el perdón divino, Autista», te dijo Filip cuando salió del cuartucho ese, después de haberse revolcado en esas sabanas sudadas por, sabe Dios, cuantos cuerpos diferentes. Y tú dijiste que sí, que estabas de acuerdo, que seguramente Dios lo absolvería. ¿Yo también tengo el perdón de Dios, entonces, Ramiro, yo también seré absuelta de mi pecado?
**********
En la entrada al pabellón uno de la Feria del Hogar de Lima, allí donde exhibían los muebles, las alfombras, las cortinas, había un jardincito decorativo. Fue allí, con la rueda Chicago, y un puesto de manzanas acarameladas como fondo, que besé a Marina por primera vez. Habían pasado dos semanas desde que la conocí en el Amadeus; eran entre las seis y las seis y media de la tarde; había, según los cálculos de las autoridades, treinta mil personas alrededor nuestro. “Shakira se presentó por primera vez en Perú en el Gran Estelar de la Feria del Hogar de mil novecientos noventa y seis; vino con su guitarra y los Pies descalzos”. Fuimos en taxi: eso de buscar parqueo siempre me ha estresado. En la puerta de entrada al campo ferial, agarré la mano izquierda de Marina, la guie entre esa masa de cuerpos parlantes, pujantes, afanosos. Con la mano de Marina en la mía experimenté un subidón, me agrandé diez centímetros, sentí una urgencia de protegerla, de respirarla, de sentirla. De anunciarla mía para toda la vida. El contacto físico es una forma eficaz de comunicación no verbal, ya que puede transmitir emociones como el afecto, la aprobación y la empatía. «Tú me gustas, Marina», le dije cuando paramos sobre el borde del jardincito del pabellón uno, le sobé los cachetes con las yemas de los dedos, la cicatriz de la mejilla con el nudillo del índice derecho. «Tú también, Autista».
*********
La tarifa estándar en el barrio rojo de Amberes es de cincuenta euros. «Fifty euros, darling», te dijeron, porque allí ya no quedan belgas, nadie habla flamenco, el inglés es el idioma universal del sexo pagado: cincuenta euros, guapo, no negociable, no regateable, no hay rebajitas, cariño, bucal y poses. Tú le pagaste setenta y cinco por un “servicio”, y una foto en tetas a una chiquilla, a una casi niña, a una “Scarlette Johanson rumana”, que encontraste allí, Ramiro, en una de esas callecitas asquerosas por las que se metieron esa noche tú y Filip, mientras yo cuidaba a tu hijo. «Bien, normal; por suerte Marina no tiene ese problema de hormonas», le respondiste a Filip cuando te preguntó cómo te iba conmigo en ese “tema”. Sí, Ramiro, dijiste “normal” y yo pensé en el cínico hijo de puta que hay dentro de ti, en que en Lima no hay un Barrio Rojo, pero sí hay baños saunas, unas suites en Barranco con shows en vivo, estacionamiento privado, discreción garantizada. ¿En qué momento comenzó a joderse algo en tu cabeza, Ramiro; en qué momento comenzaste a preferir putas a tu propia mujer? En su novela ‘Las partículas elementales’, Michel Houellebecq dice que los cuerpos jóvenes son los que despiertan, en el fondo, el deseo sexual, y la progresiva entrada de las chicas muy jóvenes en el campo de la seducción no fue más que un retorno a lo normal. He visto la foto, Ramiro, la foto en tetas de la “Scarlette Johanson rumana”, la encontré entre las páginas de uno de tus libros. La tenías junto a la mía, a esa que me tomaste en la península Valdés, a esa que te gustaba tanto, que mirabas con tanta adoración, con tanta devoción. Tú, que eres capaz de meterte en la cabeza de otros para escribir tus historias, de alucinar lo que dicen, lo que piensan, lo que hacen, ¿has pensado, por casualidad, cómo me sentí yo en ese momento?; ¿entiendes ahora por qué le di esa foto a él?
*********
En la posta médica de Paso de Indios solo había una camilla, una vitrina con gasas, frasquitos, tijeras, un bañito sin ducha, y un enfermero que se arrancó a las seis de la tarde, después de ponerle la tercera inyección contra el dolor a Marina. Desde que bajamos del bus; o, mejor dicho, desde que bajé a Marina, y las maletas, del bus, y la volví a subir en el siguiente, en la mitad de la noche, pasaron varias horas, le dieron varios ataques, pasó por varios episodios. Cada episodio de dolor dura entre veinte y sesenta minutos y después cesa. Paso de Indios está a medio camino entre Puerto Madryn y Bariloche, en medio de la Patagonia, en medio de la nada. Aridez es sinónimo de sequedad, de cero humedad, de piedras y arena, de viento. No sé cómo será ahora, no he vuelto a pasar por allí, pero hace veinte años en Paso de Indios solo había diez casuchas, una fonda, y una posta médica. Una posta médica, no un hospital como me dijo el chofer del micro que habíamos tomado ese día a las ocho de la mañana en Puerto Madryn. En Argentina no dicen bus, dicen micro. El micro hacía la ruta Puerto Madryn – Bariloche. «Bariloche es precioso, está en un lago rodeado de montañas, es como Suiza, pero no tan lejos, y es menos caro», le dijo una amiga a Marina en Lima. «El Perito Moreno será para la próxima, mi amor», me informó Marina, y a mí eso me pareció bien, era nuestro primer aniversario, nuestras Bodas de Papel: todo lo que decía Marina me parecía bien, original, intachable. En ocho horas de micro pasaríamos de hacer el amor en las playas de Península Valdés, a acoplarnos en un hotelito con vista al lago de Bariloche, a los bosques, a la nieve de los Andes. También a hacer caminatas, pasear en caballo, en kayak. Pero, como decía Peter, siempre hay algo que se empecina en jodernos la vida: shit happens, tarde o temprano. El principal síntoma es el dolor intenso en la zona abdominal, o en un costado de la espalda que comienza y desaparece súbitamente, acompañado de náuseas y vómitos. Cuando se acabaron las bolsas plásticas donde Marina vomitaba cada quince minutos, hablé con el chofer del micro. «Tenemos que bajar en la próxima ciudad, necesitamos ver un doctor», le dije. «No, no es un simple mareo, tiene algo más, le duele mucho la espalda», le expliqué. Por eso bajamos en la parada de Paso de Indios. Pero Paso de Indios no era una ciudad, era un pueblo, una aldea, la posta era un cuartucho en medio del desierto, no un hospital, y el enfermero no era un doctor, era un simple enfermero, tenía un diploma, sabía poner inyecciones para el dolor, dar aspirinas, cortar gasas, pero no muchas cosas más. Si Financiera Andrómeda hubiera tenido una sucursal en Argentina, el enfermero de la posta de Paso de Indios hubiera sido parte de nuestro segmento objetivo, le hubiéramos enviado nuestro catálogo de productos por correo, una carta con su crédito preaprobado para que se comprara una cocina a gas de cuatro hornillas. Durante el tiempo que duraban los episodios, Marina lloraba. Chillaba, en realidad. Pero eso era lo de menos, lo jodido era que no se quedaba quieta, sino que se bajaba de la camilla, se arrojaba, mejor dicho, se revolcaba en la alfombrita de la posta médica, daba vueltas doblada en dos, pateaba al aire con las dos piernas. Eso era lo jodido. Eso y no saber qué carajos hacer. Decir “Cálmate, Marina, por favor”, no tenía ningún efecto, claro. Las inyecciones del enfermero tampoco. «Es mejor que la llevés a un hospital, pibe, el más cercano está en Esquel, a tres horas en auto», dijo el enfermero. En Argentina no dicen restaurante, dicen fonda. Fui caminado a la fonda, allí donde el bus nos había dejado en la mañana, pregunté por un taxi, una movilidad, que nos llevara a Esquel. «Aquí no hay autos, señor—me dijo la dueña—; para ir a Esquel tenés que agarrar el micro; el próximo pasa por aquí a las once de la noche, más o menos». ¿A las once de la noche? «Es una emergencia —dije, o quizá grité—. ¿No hay nadie que nos pueda llevar ahora mismo?; voy a pagarle, claro». Ninguno de los dos tres pica-piedras patagones que ocupaban las mesas levantó la mirada de su plato; como quien escucha llover siguieron dándole a sus mates. Faltaban casi seis horas para que pasara el micro; además, estaban las tres horas del viaje. Me pregunté si Marina resistiría los dos, o hasta tres episodios más que seguramente la atacarían, pero no insistí. En su relato ‘El sur’, Jorge Luis Borges cuenta la historia de Juan Dahlmann, quien viaja de Buenos Aires hacia el sur de la Argentina. En la fonda de un pueblito donde había entrado a comer, un hombre inicia una pelea y Dahlmann encuentra que puede morir. Pedí una limonada, dos milanesas para llevar. Un creyente es alguien que profesa una determinada fe religiosa. No soy creyente, pero a veces sí creo, a veces sí pido cosas. «Tú eres creyente cuando te conviene», dice mi madre. Cerca de la fonda había una capillita con una imagen en yeso de la Virgen Auxiliadora, patrona de la Patagonia. Aparté unas flores secas, dejé un par de pesos, prendí una vela, pedí, rogué, imploré, prometí cosas. «Prefiero morir de dolor a que me pongan una inyección más», gritó Marina durante el siguiente episodio que la vomitó de la camilla, que le dio varios volantines sobre el piso de la posta médica de Paso de Indios. El sustantivo tripanofobia es adecuado para hacer referencia al miedo irracional a las inyecciones. A Marina no le gustan las agujas, sufre de tripanofobia aguda. «O sea que tú inmovilizabas el culo de tu mujer para que el enfermero argentino la clavara», dijo Filip cuando regresemos a Lima. «Eres un imbécil, Filip, un animal, por mi madre que sí».
*********
“A lo largo de los años he tenido la suerte de tener siempre súper equipos”, puse en el Facebook el selfi que nos hicimos Claudia y yo en la sala de reuniones de la agencia. A Claudia tú nunca le caíste muy bien, Ramiro. «Es un raro, Marina», me dijo ella en una cena navideña de la empresa. En ese momento yo necesitaba hablar con alguien, abrirme, compartir lo que me estaba pasando. Tomé. Tomé y hablé, vomité todo lo que tenía en la cabeza. Le conté a Claudia las cosas tal cual eran, tal cual son; no le dije “bien”, “normal”, como tú a Filip; no, yo sí le hablé de tus rechazos, de tus excusas, de tus obsesiones… de tus putitas. Veintitantos años de convivencia no son gratis, no pasan sin consecuencias, Ramiro, sin dejar rastro, odio, resentimiento. Tuve que buscar refugio en otras cosas, en otras personas, tenía que dejar de pensar, de rumiar lo mismo todo el tiempo. Fue él el que me regaló el libro El club de las cinco de la mañana, de Robin Sharma. Sí, a él también le gusta leer: devora novelas de ciencia ficción. Un género menor, según tú, pero esa es tu opinión, y no es mejor que la mía, o la de él, para el caso. Nos mantuvimos en contacto después del seminario del MBTI en el hotel Marriot. Su color MBTI es el rojo. El de mi papi también era rojo. Mi papi no te entendía, no te leía, eras un misterio para él. «¿Por qué tengo la impresión que siempre quiere salir corriendo cada vez que nos vemos, Marina?». “Verbalmente efusivos, los rojos son buenos para promover sus propias ideas, aunque tienden a sacar conclusiones sin tener toda la información. Pueden ser percibidos como jactanciosos y prefieren comunicarse oralmente en lugar de a través de la palabra escrita”. Mi padre te intimidaba, claro: tú te achicas con la gente que habla fuerte, con la que ocupa mucho espacio, con la opina todo el tiempo; no la sabes manejar, la evitas. «Tu padre debería leer un libro de vez en cuando», me dijiste varias veces. Ese es el peor insulto que puede salir de tu boca, tu manera solapa de decirle ignorante a alguien, básico, superficial, de ponerlo inmediatamente por debajo tuyo. Me fregaba la vida ese conflicto entre ustedes dos, me estresaba esa guerra fría, esa tensión permanente. ¿Por qué siempre he tenido que lidiar con algo, Ramiro; por qué nada ha sido fácil en mi vida? Se los pedí, a los dos, varias veces, pero los azules no mezclan bien con los rojos, eso se sabe. Tampoco pusiste mucho de tu parte, ¿verdad? Ninguno de los dos puso de su parte. A mí me gustaba que te dijeran Autista, que la gente dijera que eras un intelectualón, que subrayaras tus libros, que apuntaras cosas en tus libretitas. Me gustaba ese airecito nostálgico, melancólico que tenías. Pero ese no era el marido que mi papi se había imaginado para su hija. «Tu esposo parece un perro apaleado, Marina», decía. Según Patricia Highsmith, la gente creativa es melancólica porque no tiene el estricto marco de comportamiento al que se ciñen los demás. Son hierba a merced del viento, mecida de aquí para allá, aplastada a veces contra el suelo.
************
Entre episodio y episodio, Marina dormía, yo leía, tomaba notas en mi libretita, alucinaba títulos: Atrapados en Paso de Indios; Bodas de Papel en una posta médica; o, peor aún, Muerte en la Patagonia. En Argentina, como norma general, los autobuses no pueden superar los cien kilómetros por hora. El micro que hacía la ruta Puerto Madryn-Bariloche, servicio nocturno, tenía instalados un foco de luz roja sobre el tablero, un pito también. Marina no los recuerda. Yo sí. Yo tengo incrustados en mi cerebro la jodida luz roja; el jodido pito que chillaba cuando agarrábamos velocidad; los números del reloj digital arriba del parabrisas. El micro iba lleno, no había ni un solo asiento libre, Marina dormía echada en el pasillo, su cabeza apoyada en mis piernas. Yo no, yo no dormía, yo descontaba los minutos que faltaban para llegar a Esquel, pensaba, imploraba, con una mano sobaba su cabeza, con la otra apretaba las bolsas plásticas que el enfermero me había dado. Los episodios cinco y seis agarraron a Marina en el hospital de Esquel. En el hospital de Esquel sí había doctores, instrumentos, máquinas de rayos X, un laboratorio… pero allí tampoco encontraron el problema. Las pruebas de orina pueden mostrar si usted tiene niveles altos de los minerales que forman las piedras en los riñones, pero no son determinantes. Siguieron los gritos, las pataletas, los revolcones en el piso, las amenazas de muerte a las enfermeras que venían con las inyecciones enhiestas. Los ataques número siete y ocho, los últimos, fueron en Bariloche. De Bariloche solo conocimos el aeropuerto. El lago, las montañas, la arquitectura suiza, las vimos desde la ventanilla del avión que nos llevó a Buenos Aires.
*********
Tú eres Sandra, Ramiro. En la película ’Anatomía de una caída’, Sandra, una escritora que vive con su familia en los Alpes franceses, es acusada de asesinar a su esposo. El juicio es una radiografía de la tumultuosa relación que tenía con su marido y de su ambigua personalidad. En uno de los libros que Sandra escribió una mujer asesina a su esposo. A mí se me quedó grabado en la cabeza ese libro de Sandra. Me fue imposible no relacionarlo con Muerte en Paso de Indios, el cuento que escribiste hace años, Ramiro. Allí también muere alguien, allí también hay un asesinato. Soy yo la que muere en medio de la Patagonia. Me mataste tú, Ramiro. Igual que Sandra. «Con buenos sentimientos solo se escribe mala literatura, Marina», dijiste, trataste de justificarte, de explicarte, me leíste algo que habías anotado: Alejoer Cercas dice que la literatura es uno de los lugares donde nuestra parte maldita se puede expresar con plenitud, transformada en belleza y sentido; ahí es posible dar rienda suelta al dolor, a la furia, al odio, a los deseos de venganza. Yo no soy escritora, tampoco especialista en literatura, en cine, pero tú eres Sandra, Ramiro… y yo también soy un poco ella. Estabas nervioso en el consultorio, no habías dormido bien, fuimos a recoger los resultados de tu biopsia. Me desespera la manera como aprietas el teléfono cuando estás así; cómo te pones y sacas los lentecitos de la nariz; el olor de tu cuerpo me da nauseas. No me gusta sentir lo que sentí ese día, tampoco pensar lo que pensé, lo que, por unos momentos, deseé. ¿Se quiere se mata, Ramiro? Él quería algo, obvio que sí, yo lo sabía; lo sabía y no lo corté, al contrario, lo incentivé, le di alas. Quería hacerte daño, vengarme. Una cosa llevó a otra: de la simpatía pasamos a la confianza, de la confianza a las confidencias, a la complicidad, a los mensajitos diarios. Enviarle una foto, la foto de la Patagonia, mejor dicho, fue una consecuencia natural de eso, una declaración de intenciones, una aceptación implícita de lo que yo estaba dispuesta a hacer. ¿Es eso más condenable que pagarle setenta y cinco euros a la chiquilla rumana de Amberes? «Lo mío fue solamente físico, Marina; no hubo sentimientos involucrados», gritaste cuando te enteraste. Tú también puedes ser cursi, Ramiro, ridículo, melodramático. ¿Irte de putas no califica como traición en tu escala de valores? Gabriel García Márquez: pienso que seguramente la literatura, y sobre todo la novela tiene una función subversiva. En el sentido que no conozco ninguna buena literatura que sirva para exaltar valores establecidos.
*********
En Buenos Aires no hubo más episodios, los ataques de dolor desaparecieron de un momento a otro, así como habían llegado. «El dolor desaparece cuando el uréter se relaja; o cuando el cálculo pasa al interior de la vejiga», nos explicó el doctor de guardia del Hospital Alemán de Buenos Aires. «Llévala al mejor hospital de la Argentina; no escatimes en gastos, Ramiro», gritó mi suegro cuando lo llamé desde el locutorio del aeropuerto de Bariloche. La palabra suegro no tiene armonía, es agresiva, me suena a insulto, a agravio. La palabra patético, en cambio, es bonita, musical, me gusta. Mi suegro me llamaba por teléfono si yo no iba a los almuerzos de los domingos en su casa, me preguntaba si no me gustaba mi familia política, si tenía algún problema con él. Mi suegro no sabía hablar; él solo sabía gritar. El hecho de que algunas personas hablen alto puede deberse a un impedimento auditivo que no se ha diagnosticado, y significa que el hablante no sabe qué tan fuerte está hablando. No, el padre de Marina no tenía problemas auditivos, no era sordo. Era patético. «¿Vas a poder darle a mi hija la vida a la que ella está acostumbrada?», gritó cuando le dije que quería casarme con Marina. Eso fue durante la pedida, había gente, familia, una sonrisita que intentaba ser sarcástica, pero que, en realidad, era cojuda. No sentí pena cuando falleció, un poco de lástima quizá, alegría también. Marina sonreía por primera vez en tres días, le gustó más el doctor del Hospital Alemán que el enfermero de las inyecciones en Paso de Indios. «En Buenos Aires están los hombres más guapos del mundo», le dijo a sus amigas cuando regresamos a Lima, cuando pasó varias horas al teléfono contándoles “la pesadilla” que resultó siendo nuestro viaje por Bodas de Papel. Nada en la foto de Marina en bikini, esa que tomé unas cuantas horas antes que comenzara el primero de los ocho episodios que sufrió en los tres días siguientes, indicaba que ya hubiera dentro de ese cuerpo una jodida piedrita, un cálculo del tamaño de un grano de arena que nos fregaría el viaje por nuestras Bodas de Papel. Un cálculo argentino; o Un grano de arena de Península Valdés, uno de esos podría ser el título de la historia. Marina se ve feliz, pletórica, deseable, apetecible, sonríe, me sonríe, me provoca. En solo tres días, ese jodido granito de arena se llevó siete kilos de su cuerpo, los dejó esparcidos en las estepas de la Patagonia, en una camilla en Paso de Indios, en otra del hospital de Esquel. Maltrecha, pálida, demacrada. No tengo una foto de Marina después de los episodios, pero eso son los adjetivos que se me vienen a la cabeza; la imagen es de una Shakira escuálida, desmejorada, con el culo y las tetas escurridas. Poco quedó del pibón en bikini azul con los pies en el Atlántico.
**********

Ahora estamos de regreso, descansamos bajo una sombrilla en la piscina de la villa toscana. En verdad, no es la villa toscana con la que alucinábamos desde hace veinte años, sino un agriturismo: varios departamentitos, uno junto al otro formando una u alrededor de un jardín. Cada departamentito tiene una terracita con poltronas, el jardín es común, la piscina y el paisaje también. Lees un libro, lees y subrayas párrafos, anotas cosas. Yo creo que ni tú mismo sabes por qué escribes, Ramiro, por qué lees libros todo el tiempo. Entro en Facebook, escribo: “Muy rara vez comento sobre hoteles o restaurantes en mis redes, pero…”. En la piscina hay una familia, son alemanes, creo, he visto la placa de su carro en el parqueo. Los padres deben tener nuestra edad, miran sus teléfonos, no conversan entre ellos. Tampoco conversan entre ellos, mejor dicho. El ‘phubbing’ es ignorar a una persona por prestar atención al teléfono. Es una combinación de las palabras en inglés ‘phone’ y ‘snubbing’. Te veo dejar el libro, mirar a las dos chiquillas en la piscina, se empujan, se tocan, dan grititos. Yo también fui una chiquilla cojuda como esas dos, la piel es nueva, disforzada, pide reconocimiento, frotación, busca paz. Sé lo que piensas, Ramiro: conozco tus frustraciones, las alucinadas que te metes, los pájaros negros que revolotean en tu cabeza. Me saco el pareo, me levanto, me acomodo el bikini, camino hacía las escaleras de la piscina. Es nuevo, no te lo dije, no te pedí que me acompañaras esta vez, lo compré yo sola en Lima, unos días antes de viajar. Unos días después de que todo el asunto saltara por los aires. Es azul con estrellitas, con tiritas doradas. Dejaste de mirar a la piscina, a las chiquillas cojudas, al libro. Ahora me miras a mí, a Marina, tu esposa. No dices nada, no es necesario que digas nada: Hemingway desarrolló la técnica del iceberg: lo más importante nunca se dice. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión. El departamentito del agriturismo tiene dos cuartos: yo me he instalado en el que tiene la cama matrimonial; tú en el otro, en el que tiene dos camas simples. Te escucho salir de la ducha, estoy en mi cuarto, aún tengo el bikini puesto, el pelo húmedo, la piel llena de sol, de recuerdos, busco ropa en el armario, me agacho un poco, abro un cajón; te siento entrar, dejar caer la toalla al piso, acercarte; no sé qué hacer, no quiero voltear, no quiero mirar. Me empujas suavemente hacia la ventana, te aprietas contra mis nalgas, agarras la tiritas doradas del bikini. No digo nada, no sé qué decir. Por la ventana, a través de la celosilla, se ven los cipreses, los viñedos, unos caballos al fondo del valle, se escuchan los gritos de las chiquillas en la piscina, el sonido de las cigarras. En Perú no hay cigarras, dijiste esta mañana, cuando tomábamos el desayuno. Las cigarras no tienen órgano fonador; por lo tanto, para emitir sus sonidos, utilizan una membrana llamada timpánica, situada entre el tórax y el abdomen. Mueves un poco el bikini, lo levantas, liberas la entrada; entras por allí, te siento dentro de mí, tus manos sobre mis pechos, sobre mi piel. Hace mucho… hace tanto. «Tú estás mal de la cabeza, Ramiro; te juro que sí», digo; murmuro, mejor dicho.
FIN
Comments