Por: Luis Augusto Quimper
Ilustración: Fernanda Vegas
Texto
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Nicole está embarazada, se va del Banco, me lo dijo hoy. Voy a tener que tomar algo para dormir esta noche. Quedamos en el piso 11 para el coffee break de la tarde. Antes allí estaban los de Finanzas, pero hace un par de años los mudaron al segundo y construyeron el Marketplace. El Marketplace: doscientos cincuenta metros cuadrados del edificio destinados al “esparcimiento” de los empleados: Sillones ergonómicos, sofás, mesas, mesitas, hornos microondas, máquinas de café, un estante con periódicos y revistas; nada de módulos de trabajo ni oficinas ni salas de reunión. Una hueving zone a la que solo le faltó un barcito y su pantalla gigante para ver el fútbol. Pero está bien, no nos podemos quejar, uno se puede apoltronar allí con un cafecito en una mano y el celular en la otra, enterarse de los últimos affaires, hablar mal de su jefe, de sus colegas con vista al canal de Bruselas, a los trenes que entran y salen de la Gare du Noord, a las lucecitas de colores de las vitrinas del Red Light también. El Red Light, otra hueving zone, otra área de “esparcimiento”.
Nos sentamos junto a las dos peceras. «Los pececitos me relajan» dijo Nicole y dio un par de golpecitos en el vidrio con los dedos. Hacía mucho que no hablábamos, un par de años quizá. Se sirvió agua caliente en un jarro, sacó una bolsita con trozos de jengibre, —de kion decimos en Perú—, me enfocó por unos segundos, la frente grande, las cejas casi blancas como los pelos, los ojos, esos ojos, y disparó. «En fait, estoy embarazada, Luciano… te lo quería decir yo misma, que no te enteres por terceras personas».
Sí, dijo “terceras personas” y sonrió: Me vacilaba al mismo tiempo que me metía un tacle, un tacle directo a la boca del estómago, una patada voladora a lo Uma Thurman en Kill Bill. Así es ella, así se le quiere. Traté de poner cara de felicitación, de que me alegraba, que le deseaba lo mejor, pero no me salió; claro que no. Puedo ser cínico, pero no tanto. Le pregunté las cojudeces que se preguntan en esas situaciones: para cuándo, si era niño o niña, cómo se iba a llamar. «Milan, como Milan Kundera, el escritor» respondió ella. Me importaba un carajo todo eso, la verdad, pero necesitaba tiempo para recuperar el aire, para salir de la nube gris en que me había metido la noticia. Sí quise saber, por el contrario, sobre el padre de la criatura, pero no se lo pregunté. Yo también tengo mis cosas, mis contradicciones. Que levante la mano el que nunca se ha contradicho. Yo sé que ahora Nicole vive con alguien: los vi juntos comprando un árbol de Navidad en la Place Flagey. Un belga de esos de trabajar duro, de ser estricto con los hijos, fiel a la mujer. Anodino fue la palabrita que se me vino a la cabeza cuando lo vi: ni chicha ni limonada. ¿Qué hace Nicole con ese viejo?
Ella sí quiso saber cómo iban las cosas conmigo. «Pasó la tormenta, entonces» dijo cuando le respondí. ¿Se sentía aliviada? Sí, eso me pareció, como si se hubiera liberado de un peso; la conozco bien: Siempre se sintió culpable por el rollazo en que me metí por causa de ella. Por causa de ella, digo; no por culpa de ella. Es diferente. Ella no es culpable, se lo dije un huevo de veces: No se puede destruir lo que ya estaba destruido, lo que pasó solo aceleró un poco lo que de todas maneras iba a pasar, se lo expliqué en todos los tonos, pero no entendió… o no quiso entender y se borró de mi vida, desapareció tan rápido como había entrado.
- Se te ve relajada, Nicole, tranquilaza —le dije para cambiar de tema.
Estoy harto de hablar del “tema”. Todo el mundo me pregunta lo mismo: si estoy bien instalado, si veo a mis hijos, si ya salió el divorcio, si tengo otra mujer. También quieren saber si ella tiene otro hombre. Si hay “terceras personas” en nuestras vidas. Eso lo preguntan al final, pero es lo que más les interesa. Morbo se llama. “Ella” es Dorothée, mi exesposa, la madre de mis hijos. “La madre de mis hijos”; detesto la formulita, pero no encuentro otra.
- Sí, me siento bien en mi piel —confirmó Nicole—, he encontrado el equilibrio, la paz interior. Se acabaron los años locos, Luciano.
Los “años locos” de Nicole fueron también un poco los míos. Un poco, digo, porque para mí no fueron años, sino unas pocas semanas: las semanas de la transgresión, las semanas de cien kilómetros por hora con colisión frontal al final, con choque de trenes. Nos conocimos en el Banking Seminar, una capacitación de personal a la que me envió mi jefa. Yo aún estaba en la División de Riesgos, ella ya era secretaria en una gerencia de Operaciones. «Aprovecha también para hacer un poco de networking,Luciano —me dijo mi jefa el día anterior al Seminario—. Relacionarte con otros colegas es importante para tu carrera». Sí, jefecita, el networking es fundamental para la vida profesional, se agradece el consejo, pero olvidaste decirme que también puede mandar al carajo tu vida personal… o arreglarla. Depende cómo se enfoque la cosa.
Me había cruzado unas cuantas veces con ella en el edificio, con Nicole, digo, pero no habíamos hablado nunca. Yo pensaba en Stevie Nicks cada vez que la veía. Una Stevie Nicks veinte años más joven, veinte centímetros más alta. Un caballazo rubio dirían en Piura. Iba siempre con pantalones de camuflaje, botas de montaña, collares, brazaletes de colores, pañuelos de vaquero, cero maquillaje. Como si fuera hacer trekking y no a poner el culo delante de un escritorio ocho horas al día. Ahora está un poco más gruesa de caderas y me parece que las tetas, rosadas y con pecas —las conozco bien— están aún más grandes, pero casi no se le nota la barriga. Sigue teniendo la boca de plátano y el culo plano: Eso no ha cambiado.
Ahora las capacitaciones de personal son en la sala del Directorio del Banco. Es casi como ir a una reunión más, un día de trabajo normal y corriente. ¿A quién le puede interesar soterrase en un sótano dos días seguidos? A mí no. Antes de la crisis, cuando sobraba el billete, esas cosas eran siempre fuera del Banco, en un hotel bien parado: Capacitaciones de personal all inclusive. A esas sí daban ganas de ir. El Banking Seminar fue en un petit château en medio de un bosque, cerca de los campos de batalla de Waterloo. Allí donde le dieron a Napoleón. Dos días enteros con su noche —entramos un jueves en la mañana, salimos al día siguiente en la tarde—; veinte cuerpos asalariados, ansiosos de romper la rutina con los gastos pagados. Nos dieron una habitación matrimonial con baño privado para cada uno. La ventana de la mía daba a las canchas de tenis, a los jardines del castillito; desde allí veía el bosque de pinos, las ardillitas hueveando entre las ramas. Un par de días sin vajilla ni pañales… sin gritos ni reclamos, ni puteos tampoco.
Aprendimos cosas esos dos días también, claro: ratings, líneas de crédito, préstamos, garantías, el manejo de la tesorería, transferencias, evaluación crediticia. Entre charla y charla, salíamos de la “Sala de Convenciones” a la terraza de la piscina a estirarnos en las poltronas, a poner la cara al sol, a reír unos, a quejarse otros, a tomarnos un cafecito, un té, un juguito. También había pastelitos para recuperar las energías; muy necesario después de todo el esfuerzo desplegado.
La última charla del primer día la dio un sujeto, un patita raya al medio, un Zlatan Ibrahimovic con fotocheck al pecho: la nariz, el peinadito, la talla; caminaba como si le hubieran metido un palo de escoba por el culo, igual que el sueco pedante. «Vamos a comenzar», gritó cuando aún estábamos en la terraza. Entramos con más ganas de pedir un par de botellas de Chardonnay a la piscina, unas cuantas cervezas bien heladas con un cebichito que de escuchar a ese sujeto hablarnos sobre normas y consignas. La vida es dura, carajo. «Yo sé que ustedes están pensando más en el bar del hotel que en las nomas de AML[1] —efectivamente, matador—, pero por el momento tienen que dejar de salivar y escucharme: Lo que vengo a decirles es de suma importancia». Aja, un hombre con un futuro profesional, un sujeto que se toma en serio así mismo, un ser humano que no recuerda que se sienta todas las mañanas en el WC. «Para los que no me conocen aún mi nombre es Olivier, soy el jefe del departamento de AML —daba grandes zancadas por la sala—, reporto directamente a nuestro CRO[2], tengo un equipo de nueve personas a mi cargo y estoy buscando dos más. Digo esto a título informativo, nada más, por si a alguno de ustedes le interesa trabajar para mí; jejeje». Paró en medio del corredor, nos miró a uno por uno a los ojos. Una técnica pedagógica, una técnica de intimidación. «¿Para qué estamos aquí esta tarde?» ¿De verdad hay necesidad de gritar así, compadrito, de sacarnos la tranquilidad del cuerpo? Seguro que hasta las ardillitas en el bosque lo escucharon, pero nadie abrió la boca. «¿No hay respuesta, nadie se atreve; tienen miedo?, jejeje». Tenía el teclado WIFI de la computadora agarrado con las dos manos a la espalda. «Entonces yo voy a escoger a alguien» dijo, y usando el teclado como fusil apuntó a una flaquita que trabajaba en el departamento de Marketing.
- ¿Para conocer las leyes sobre lavado de dinero?», dijo ella, y se hizo chiquita en la silla.
- No, no, no —Olivier hizo una pataleta a lo Zlatan cuando no moja.
- Para saber cómo proteger la reputación del banco —intervino uno.
- Yes, yes, muy bien, eso es AML —gritó Olivier y dio un par de zancadas más entre las mesas—. ¿Y ustedes creen que es importante la reputación del Banco?
Esa fue, sin duda, la pregunta más cojuda de todo el Seminario. La segunda pregunta más cojuda siguió inmediatamente:
- ¿Por qué es importante proteger la reputación del banco?
- Para cumplir con la ley —respondió alguien con el teclado WIFI a pocos centímetros de su rostro.
- No pues, no me digas eso, por favor; estoy seguro que tú puedes hacerlo mejor, my dear friend.
- Para transmitir confianza a nuestros clientes —dijo otro.
- ¡Yes! —Olivier paró en medio de la sala, sacó un chocolate del bolsillo de su saco y se lo lanzó por los aires— Aquí está tú premio, amiguito.
Cuarenta minutos más tarde, cuando acabó su show, Olivier nos invitó a pasar al bar del hotel, a la hueving zone del hotel, para el aperitivo. Nicole ya estaba allí con su primera copa de vino blanco en la mano cuando yo llegué. Nos miramos, nos sonreímos. Networking time, Luciano, me acordé de la recomendación de mi jefa. Me abrí paso hasta la barra entre los cuerpos angustiados de mis compañeritos y pedí una copa de vino tinto. Calculé mal: caí justo al costado de Olivier.
- Lo que tú has pedido, Luciano, es un food wine, muy bueno para comer con una chuleta de cerdo. Un tinto family oriented —gritó.
- Aja, para tomar con la familia, claro —ese fue mi aporte a los comentarios cojudos del Seminario; pero el hombre no me estaba escuchando, obviamente que no: Zlatan solo se escucha a sí mismo.
- La burbuja de un buen cava tiene que subir recta y ser pequeña —dijo con su copa levantada, pidiendo silencio con la mirada—; como esta; si es grande y sube en círculos mejor no lo tomen.
Que alguien le traiga el proyector de la Sala de Convenciones a este sujeto, por favor, un micro también. Pero no vale la pena darle más espacio a Zlatan en esta historia: caracteres como los de él hay hasta debajo de las piedras.
Nicole se paró a mi costado y pidió su tercera copa.
- ¿Eres de Lima, Luciano?
- No, de Piura, del norte; ¿has estado en el Perú?
- Sí, pero no en el norte; estuve en Lima, hice un voluntariado en el Pérez Araníbar; después fui al Cuzco. Fui por una semana, pero me quedé dos meses —mostró las encías rosaditas, los dientecitos incrustados—. Todas la tardes subía a Sacsayhuamán a mirar la puesta del sol. Tenía veinte años. Mi padre tuvo que ir a traerme a la fuerza. ¡Qué épocas!
En el restaurante del petit château nos esperaba un dîner de trois services; con su vinito, claro. Solo había que levantar ligeramente un dedo para que la copa se llenara inmediatamente. No nos merecíamos tanto. «Quiero practicar mi español» dijo Nicole y nos sentamos juntos en una de las mesas. Explicación no pedida culpabilidad manifiesta pensé yo y vi una opportunity window ligeramente abierta ante mis ojos. Una ventanita que se fue abriendo mientras avanzaba la noche, mientras metíamos más vino en nuestros cuerpos; cuerpos ansiosos de un cambio, de un giro inesperado, de algo que les devolviera el brillo a los ojos.
Tuve que hablar de Dorothée cuando Nicole y los demás de la mesa quisieron saber qué hacía yo en Bélgica, por qué había cometido la locura de cambiar “el país del sol por el de la lluvia”. Un conocimiento superficial de la situación de Perusalén, una simplificación grosera de la realidad, pero no era momento de filosofar sobre mi país: un piurano en un castillo de Waterloo es algo exótico, una perla rara, había que aprovechar esa circunstancia para abrir un poquito más la ventanita.
- ¿Tú también estás casada, Nicole?
- Sí… bueno; en realidad ya no… me estoy separando en estos momentos.
Aja. Sonreí interiormente, me sentí positivo, pero puse cara de imbécil y dije: «Qué pena», o «Lo siento mucho», o algo igual de cara dura que eso, igual de cínico. Pregunté si había “terceras personas” involucradas. Sí, morbo, yo también sufro de eso, no soy inmune a esa enfermedad.
- ¿Terceras personas, dices? —gritó Nicole y lanzó una risotada con todo el cuerpo— ¡Qué hilarante eres, Luciano!
La gente de las otras mesas nos miró. ¿Se estaba riendo esa mujer de mí? Sí, lo confirmo, se estaba burlando con todos los dientes y las encías, y no supe en ese momento si eso era positivo para mis intereses, o todo lo contrario.
- No, no hay terceras personas, o quizá sí —dijo, y me dejó en el aire—, pero esa no es la razón de la separación. La verdad de las cosas es que nos habíamos convertido en una versión de mis padres, en una copia fiel del original; de muchos originales, en realidad, y yo me niego a pasar toda mi vida en esa forma moderna de esclavitud, en jugar roles, en pretender ser lo que no soy, sentir lo que no siento.
Sí, lo confirmo, dijo “esclavitud” y ese fue mi turno de reírme con todo el cuerpo. Pero eso de la “esclavitud”, de los “roles” quedaron incrustados en mi cabeza para siempre.
Volvimos al bar. Escuchen señores de HHRR[3]: No hay mejor lugar para hacer networking, para el team building que un bar con la barra libre. Nada de malas caras, de “no tengo tiempo ahora”, de “eso no es no cae dentro de mis responsabilidades”, de “no está en mi lista de prioridades”. Todos nos amábamos: “Para servirte, brother”, “Cuando quieras, Luciano”. Olvídense señores especialistas de los virtual games, de organizar competencias de bowling o de escalada, no pierdan billete en cojudeces, pónganlo en vino, cava, cerveza. Y también dejen de darnos lecciones morales con eso de: “Que tus compañeros de trabajo nunca te vean bebido”. Emborráchense ustedes también y dejen de joder, por favor. Debajo de la barra mis dedos rozaron los de Nicole, se entrelazaron con los de ella, se acariciaron mutuamente. La opportunity window se abrió de par en par, el sol brilló en medio de esa noche cerrada. Noche que avanzaba, que progresaba, mejor dicho. La primera charla del día siguiente era a las 9:00 AM; el desayuno “en equipo” a las 8:00 AM. La gente seria, responsable, los chancones de la clase fueron arrancando de a pocos. Ni yo ni Nicole calificamos en esa categoría, nuestras prioridades eran otras en ese momentos. Despedimos a nuestro colegas con abrazos y promesas de amistad eterna; hasta que el barman nos despidió a nosotros también. «Nous allons fermer, Monsieur, Madame». Nicole propuso a gritos a los tres o cuatro “irresponsables” que quedábamos allí, que fuéramos a un bar en el centro de Waterloo que ella conocía. El “último trago”, gritó. Una de las tres mentiras universales. «No te pases» dijeron los últimos combatientes. «Yo sí te acompaño, Nicole». Ese fui yo, claro.
La tomé del brazo porque se tambaleaba, se tambaleaba más que yo, y caminamos en dirección al parqueo del castillito. No llegamos más allá de los cambiadores que había al costado de la piscina. Tuve que forcejear la puerta, vandalizarla, en realidad para poder entrar a uno de ellos. Había sombrillas cerradas contra el muro, chaises longues apiladas, cerros de colchonetas. Olía a humedad. ¿Por qué no fuimos a una de las dos habitaciones que cada uno tenía, con una king-size con sábanas frescas como Dios manda? No lo sé, pero mejor no perder el tiempo en encontrar una explicación a las instrucciones que un cerebro empapado en alcohol y sobrecalentado emite. Tiré un par de colchonetas al piso, tenían musgo, la ropa se manchó de verde, pero a quién le importaba eso en ese momento. El cerebro me instruyó liberar a la mujer que tenía en los brazos de toda sus vestimentas: Le saqué la casaca, la blusa, le desabroché el sostén. No había mucha luz, solo la que entraba por el tragaluz del techo —medio tapado por hojas secas—, pero las dos cosas de Nicole resaltaban blancas, llenas, con pecas, como ya quedó dicho, con las puntas rosadas, rosaditas. Las sentí suaves, calientitas, interminables.
- Bésalas, Luciano, muérdelas, mais doucement —me pidió Nicole.
Si eso no era la felicidad se le parecía mucho, por mi madre que sí. Podría haberme quedado el resto del Seminario allí tocando el cielo con mis dos manos, con mis diez dedos, podía haberme quedado a vivir allí para siempre; debí haberme quedado a vivir allí. Yo compartía cama matrimonial con Dorothée, con mi esposa, claro, pero esa noche se cumplían tres meses y seis días que no pasaba nada. Yo anotaba las fechas, llevaba estadísticas en mi agenda matrimonial, contaba los días: Sí, esa noche se cumplían casi cien días que no tocaba su piel, que no la respiraba, que no la mojaba. Vivía como Arthur y Luca, los cocker spaniels de Nicole, con la diferencia que yo no estaba castrado: Yo tenía todo completo, quería, podía, pero el ratio de rechazo, de humillación en mi propia cama se acercaba a cien sobre cien. Ahí están los números, los números no mienten. Frustración. Frustración no alcanza como definición. Había que progresar entonces, culminar la faena, aprovechar esa ventanita abierta que se me presentaba en el cambiador de una piscina de Waterloo. ¿Quién sabe cuánto duraría? Lamentablemente, se presentó un problema, un imprevisto, un maldito obstáculo ¿Por qué siempre hay algo, o alguien que se empeña en jodernos la vida? Resultó imposible sacarle las botas, las malditas botas de trekking a Nicole, y por ende —obvio, no soy David Copperfield— tampoco pude sacarle los pantalones ni los calzones. El camino estaba bloqueado por nudos y correítas, y con la poca luz y todo el vino que me había metido la cosa se presentaba como una misión imposible. Además, Nicole no dejaba de moverse y reírse al mismo tiempo que forcejeaba con el cierre de mis bluejeans. Logré enrollarle los calzones y los pantalones hasta los tobillos, pero no pude abrirle suficientemente las piernas. El ángulo de ataque era imposible. Dimos varias vueltas por el piso y tratamos diferentes cosas, pero nada funcionó. Comencé a desquiciarme, la opportunity window se cerraba ante mis ojos. Usa tu creatividad, Luciano, carajo. Pensé en soluciones desesperadas —unas tijeras de jardinería que había visto en la entrada, un pedazo de vitroven roto, un hacha para cortar leña—, pero con la poca cordura que me quedaba las descarté. Pedí ayuda al cielo, prometí cosas al infinito. Algo de eso debió ayudar, o quizá fue Nicole que se puso más cooperativa: finalmente logré coronar la faena, cortar rabo y oreja, dicen en Piura, cuando ella se arrodilló frente a una chaise longue que yo armé en menos de treinta segundos. Ni un experto de Ikea lo hubiera hecho más rápido. “Trabaja mejor en situaciones de stress” había escrito mi jefa en mi Evaluación de Desempeño del año anterior. Confirmado.
Nicole tenía una hamaca guatemalteca de dos cuerpos en la terraza de su departamento; de su “departamentito”, mejor dicho: 180 metros cuadros para ella solita, con vista a un lago, ascensor y concierge en la entrada. Un regalito de boda de “Papi”. Sí, pues, Nicole nació parada. En esa hamaca nos conocimos mejor durante las semanas que siguieron al Banking Seminar. Una o dos veces a la semana, después del trabajo, nos instalábamos allí con una botellita de algo en la mano. También conocí bien a Arthur y Luca: Las bestias ladraban, saltaban, intentaban morderme cada vez que comenzaban los fuegos artificiales en la hamaca. Nicole aullaba, los putos perros también. Yo pensaba en Los cachorros, en Pichulita Cuéllar y sentía temor, mi rendimiento bajaba. ¡Cómo alguien puede autoproclamarse pet lover, y a la vez mutilar a un ser vivo, extirparle uno, o dos, mejor dicho, de los pilares de su felicidad! Egoísmo, esa es la palabra. «Solo quieren defenderme» me dijo ella cuando le pedí que hiciera algo, que los encerrara en la cocina. «No tendrías que haberlos castrado —le dije—, por eso molestan, no entienden lo que está pasando».
Fregaban los animales, sí, pero, en realidad, ese fue un detalle menor, una minucia dentro de todas esas horas de vida que acumulé, de ese concentrado de nuevas experiencias, de nuevas emociones, —o de viejas redescubiertas— que hicieron cola para entrar en mi cabeza durante las cuatros o cinco semanas que duró esa capacitación de personal a la que me mandó mi jefa. Pero, cliché o no, no hay lonche gratis, o polvo gratis en este caso: Todo se paga en esta vida. Yo pagué con más fricciones en mi casa, fricciones que subieron de intensidad hasta terminar con lo poco que quedaba de esa ilusión, de ese espejismo, de esa esclavitud que, de mutuo acuerdo, Dorothée y yo, nos habíamos impuesto quince años antes. Cada vez me resultaba más complicado explicar el olor a Chardonnay, los ojos rojos, la risita cojuda con que yo llegaba a casa dos o tres veces a la semana. Inventaba eventos corporativos en el Banco, reuniones del Consejo de Consulta en el Consulado Peruano, comidas con colegas. Pero no hay cuerpo que resista ese ritmo ni matrimonio que lo soporte… trabajo tampoco. «¿Qué está pasando, Luciano?» llegó a preguntarme mi jefa cuando, por quinta vez en un mes, le pedí autorización para irme temprano. «Problemas en casa», le respondí yo, y de alguna manera no estaba mintiendo.
A Copenhague fuimos a mitad de semana. Un “bussiness trip de dos días a Londres” le dije a Dorothée. Era verano y Nicole quería ir sí-o-sí a Christiania y yo no podía dejarla ir sola… ni con alguien más tampoco. Christiania, un antiguo cuartel militar en el centro de Copenhague reconvertido en la hueving zone más grande de Europa, donde puedes darte todos los volantines que quieras sin que nadie te diga nada. Siete hectáreas de peace and love, grafitis, y hierba, cerros de hierba de todos los colores e intensidades. «Acá podemos ser libres de verdad, Luciano —me dijo Nicole cuando entramos—; así como cuando subía a Sacsayhuamán a ver el sunset; por eso quería que vinieras conmigo: tú eres el Perú, mon cher». ¡Carajo, qué tal responsabilidad! y aún no nos habíamos metido nada. Me sentí como Manu Chao caminando de la mano con Stevie Nicks en una nube permanente de pachuli. No había fumado marihuana desde que acabé en la Universidad, en Piura, veinte años atrás. Veinte años jugando al hombre responsable, al profesional con futuro, al padre dedicado, al esposo fiel. Todo eso se fue al carajo en un par de suspiros, en un par de jaladas, mejor dicho. En un quiosquito compramos el material, como quien compra un par de empanadas de pollo. «Todas las ciudades deberían tener algo así, una válvula de escape, seguramente habría menos hombres gomeando a sus mujeres; menos mujeres rompiéndole las bolas a sus maridos —le dije a Nicole—. Podría poner una cosa así en Piura, en la chacra de mi viejo hay espacio. Sería un bonito proyecto». «Ya estás aluciando, Luciano», me dijo Nicole en plena risotada. En ese vuelo de varias horas que nos metimos, caminando entre esas callecitas de rastafaris, brazaletes y piojos perdí mi tarjeta de crédito. Llamar al banco a Bruselas para anularla fue como llamar a alguien desde la luna por WhatsApp.
Esa llamada satelital fue el tiro de gracia, el bayonetazo final que terminó con mi matrimonio y con las semanas de intensive training, de capacitación de personal que le habían dado un volantín a mi vida. Del Banco llamaron a casa para confirmar mi pedido de anulación de tarjeta de crédito hecho desde Dinamarca. «¿Dinamarca? —preguntó Dorothée—; Londres querrá decir, Monsieur». «No, Madame, Copenhague». «¿Business trip a Londres? —se sorprendió mi jefa, cuando mi esposa la llamó— No, no; Luciano tomó dos días vacaciones por motivos familiares».
La última vez que salimos juntos en Bruselas —unos pocos días antes de que, en vitesse tuviera que buscarme un Airbnb donde meterme yo y la maleta que me esperaba en la puerta de mi casa cuando llegué del aeropuerto—, la noche anterior a mi cumpleaños número cuarenta, Nicole me llevó a un bar de tapas cerca del Quartier Européen. Faldita a la rodilla, saquito, zapatillas de tenis; primera vez que yo veía maquillaje en esa piel.
- You look wonderful tonight, Nicole —le dije.
- C’est pour ton anniversaire, mon chéri.
Entre la tortilla, las patatas bravas y las gambas al ajillo Nicole me entregó un paquetito, un libro: La insoportable levedad del ser; la novela de Milan Kundera de la que me había hablado varias veces. «Feliz cumple, Luciano. Prométeme que lo vas leer», me pidió mientras, por debajo de la mesa, comme d’habitude, sobaba mis muslos con sus pies, con sus piecitos. Le dije que sí, que la iba a leer. Y, sí, en los siguientes días leí la novela en el metro, cuando iba y regresaba del trabajo, para que Dorothée no sospechara, no sospechara aún más, quiero decir. Y la volví leer en los meses que siguieron a la explosión, y aún la tengo en mi mesita de noche —en mi nueva mesita de noche, esa que tuve que comprar en Ikea, en vitesse también— con párrafos subrayados y algunas notas que hice en los márgenes. ¿Cómo alguien te puede decir varias veces: “No quiero destruir nada, Luciano, tu familia, digo, tu matrimonio”, y al mismo tiempo darte un libro tan destructor como ese, un aparato explosivo, una carga de profundidad envuelta en papel regalo? Es como darle una soga, o una pistola cargada a alguien metido en un serio cuadro depresivo. Nicole tampoco estaba libre de contradicciones; no, claro que no.
En el camino al Ovalo Montgomery, donde Nicole me iba a dejar para que tomara el metro de regreso a mi casa, aproveché que era la primera vez —y ultima también, aunque en ese momento no lo sabía— que la tenía a mano en faldita para pasear mi mano izquierda por esos muslos descubiertos, rosaditos y calientes. Calientes por las dos jarras de sangría que nos habíamos metido, y que se movían al ritmo de la caja de cambios del Mini. Exploré primero la entrepierna por los dos lados, después avancé hacía el norte; allí comprobé que no había calzón y me adentré a explorar esa zona con el dedo mayor enhiesto, erecto también se puede decir. Fingering es el verbo que se usa en inglés para describir esa acción. No conozco el equivalente en español, pero de que esa acción existe, existe. De eso estoy seguro. «Arrête, Luciano, arrête», repetía Nicole, pero en esas situaciones una orden, un imperativo puede significar completamente lo opuesto. Hay que saber interpretar el verdadero mensaje, el body languaje, las circunstancias. «Para ya, si no yo voy a hacer lo mismo, Luciano»: me amenazó Nicole, pero me amenazó con un premio, con una recompensa. Seguíamos en el campo de las contradicciones, de las aparentes contradicciones. Nos cuadramos en la boca del metro, justo allí donde antes estaba la Embajada del Perú. Y allí mismo, con el “glorioso” Pabellón Nacional como testigo, Nicole cumplió su amenaza, me castigó con lo prometido. Felación es el sustantivo.
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