Por: Luis AUGUSTO QUIMPER.
Las ilustraciones son de Fernanda Vegas
Texto:
Yo estuve con el Belga el día en que murió. Fue un domingo, hace ya cuarenta y tantos años. Habíamos ido a pescar a Matacaballo. El mar estaba echado: no tuvimos problemas en llegar con el Zodiac al lugar que Chunga nos indicó. Nos estaba yendo del carajo; tanto así que al inicio de la tarde ya no entraba nada más en las dos jabas de plástico con hielo que habíamos llevado. El Belga no paraba de hablar, de tomar cerveza, de contar chistes. Era muy bueno en eso de adaptar, de imitar, de improvisar. Los chistes de piuranos eran los que mejor le salían. También los otros, claro, los de doble sentido, los que se cuentan solo entre calzoncillos; esos eran sus preferidos. El último que picó su anzuelo fue un mero. Chunga tuvo que ayudarlo por lo mucho que pesaba y coleteaba. «Hermoso animal, carajo», gritó mi primo, y le dio con el palo en la cabeza.
Todavía teníamos un par de horas más de pesca antes que levantara el viento, pero el Belga quiso que regresáramos. «Tengo un asuntito al que darle curso esta noche», dijo y dibujó una silueta con las dos manos: típico de él. Le salía humo de la cara, del cuello. Rochi siempre le mandaba un sombrero y crema solar —con la piel que tenía—, pero a él no le daba la gana usarlos. «Cojudeces», repetía. Lo hacía por llevar la contra, por joder; así era él.
- Con este son trece, has pescado trece, Belga —le dije—. Mejor devuelve el último al mar.
- ¡Cómo voy a botar tremendo mero, Cabezón! ¿Está usted cojudo, primo?
- Ese número te va a traer mala suerte, Belga, bótalo, yo sé lo que te digo.
- Te has convertido en una vieja supersticiosa, carajo, Cabezón —se rio.
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Chunga agarró la romana y enganchó el mero por la boca. «Nueve kilos, don Belga —dijo—; el más grande de todos». Bombeé gasolina del tanque, tiré la soga del fueraborda—un Mercury de 40 caballos—, a la tercera arrancó. Chunga subió el ancla. Chunga, Evaristo Chunga, nuestro guía, tenía una balsilla de palillos con vela de lona en Matacaballo con la que salía a tirar chinchorro, conocía los sitios donde pescar con anzuelo, corretear con las cañas. Cuando el mar estaba bueno, Chunga tomaba el bus a Sechura para llamarnos por teléfono, o mandarnos un telegrama desde el locutorio. En Matacaballo no había locutorio, tampoco electricidad, solo unas cuantas construcciones, un muelle, viento, perros que comían pescado podrido, sol y arena; mucha arena caliente. Había que tener cuidado para caminar por el muelle, le faltaban tablones. Se los llevaba la gente para hacer leña.
Yo dirigía el fueraborda, el Zodiac se deslizaba sobre los tumbos, subía, bajaba; las casuchas de Matacaballo, en la costa, se veían cada vez más grandes; distinguí la Ford roja del Belga cuadrada al costado del muelle: Una cero kilómetros que se había hecho traer de Lima un par de meses antes; no había otra igual en todo Piura. Ese año le estaba yendo bien a mi primo con el almacén, se estaba forrando de billete. Pero cuando te toca te toca, por más plata que tengas. Chunga rajaba la panza de los pescados, separaba las hueveras en un balde, tiraba las tripas al mar. Un grupo de gaviotas chillaba sobre nuestras cabezas. El Belga se sentó en el piso del bote, sacó tres cervezas, abrió una bolsa de chifles, cortó el salami. Al Belga le gustaban mucho los embutidos, los embutidos y la cerveza. «Qué buen sitio al que nos has traído, Cholo —le dijo a Chunga y le pasó una botella, un pan con chorizo—. Lo único que falta para terminar bien el día es un buen culito, uno tiernito, carajo». Chunga marcaba los lugares donde habían peñas en el fondo del mar —allí donde está la pesca— fijando dos o tres puntos en la costa: un médano, la catedral de Sechura, el tanque elevado de agua de Matacaballo, los restos de una bolichera varada; cosas así.
Esa mañana, como cada vez que salíamos de pesca, llegué con la fresca a la casa del Belga, que estaba en una transversal al parque Miguel Cortez, cerca al centro de Piura. Rochi, su mujer, su viuda, mejor dicho, todavía vive allí. Pancho, el empleado que hacía la limpieza y los mandados, salió por el garaje con las cañas, las javas para los pescados, el cooler con las cervezas y los sándwiches. Subimos el Mercury en la tolva de la Ford, enganchamos el remolque con el Zodiac. El Belga salió por la puerta de la cocina.
- Maneja tú, Cabezón —dijo y me dio las llaves.
- ¿Te las pegado otra vez anoche, primo?
- Sí, carajo; vamos rápido que la cosa está que quema —subió al lado del copiloto y acomodó la cabeza contra la ventana—. Me despiertas en La Unión para meternos un higadito encebollado en el mercado.
Rochi salió al balcón, se había puesto una bata de felpa sobre las pijamas, se sobaba el vientre con las dos manos. La Caro, con el chupón en la boca, se agarraba a sus piernas; Alicita, sentada en el piso, me hacía señas con las manitos. Rochi tenía mala cara, cara de mala noche. En esa época, tenía mala cara casi todo el tiempo, ya no sonreía como antes. Debe ser fregado dormir con tanto peso en la barriga, con algo que se mueve, que te patea desde adentro. Ser la esposa del Belga también debió ser bien jodido. «Ahora también se van los domingos, Memo», me dijo y entró antes que yo pudiera responderle. Mejor, porque, francamente, no hubiera sabido qué cuento meterle esa vez. El parto se le adelantó tres o cuatro semanas: La Bea nació en la madrugada del día siguiente. Igual que el otro, el intelectual pela-pollos, el hijo de la Antonia. Como si los dos se hubieran puesto de acuerdo, carajo.
Yo me llamo José Miguel, como mi padre, aunque a él todo el mundo le decía Belga. Tenía muchos amigos mi padre. No lo conocí, murió a los 33 años, el mismo día en que yo nací. Beatriz, Bea, mi hermana, también nació ese día. No tenemos los mismos apellidos, pero somos hermanos… hermanastros, mejor dicho. Yo me apellido como Pascual, el hombre que se casó con mi madre: mi padrastro se dice. Hermanastro, padrastro son palabras que tienen la misma terminación: astro, un sufijo despectivo en latín. Hasta que me fui de Piura, viví en la casa de Pascual, que estaba en una callecita sin pavimentar ni alumbrado público, cerca del aeropuerto. Pascual tenía un puesto de pollos en el mercado central. Todas las tardes, en una camioneta con pedazos de la carrocería amarrados con alambre, dejaban en la casa los pollos vivos en javas de madera y malla. Pascual se levantaba de madrugada —a las cuatro y media— y en el corralón de la casa, uno por uno, sacaba los pollos de las jabas y, sobre una piedra plana, les cortaba la cabeza con un machete, los destripaba y los colgaba de las patas. La sangre escurría sobre dos baldes de plástico, la vendíamos para el rachi-rachi. Tirábamos las tripas a los perros. Yo tenía que poner leña de algarrobo debajo de los dos peroles de aluminio. Después, pasaba los pollos sin cabeza por el agua hirviendo y los desplumaba. Mi madre me ayudaba. Cuando comenzaba a aclarar, Pascual salía al mercado con los pollos pelados acomodados en cajas blancas de plástico; también se llevaba las cabezas, las mollejas, los hígados, las patas. La Comodoy donde yo dormía estaba al costado del corralón: me acostumbré a dormir con el piar de los pollos en vigilia, con el olor de su mierda, de su sangre que la tierra del corralón absorbía.
En la playa nos despedimos de Chunga, le pagamos su día, le dejamos un par de lenguados.
- Ya estoy armando la expedición a Nunura, Cholo. Ahora sí tengo el sitio exacto en la cabeza —el Belga se tocó la sien con el dedo—; anda avisándole a tu compadre.
- Muy bien, don Belga, me manda a avisar la fecha, nomás.
A Nunura, una playa en la punta de Bayóvar, solo se podía llegar por mar. Mis paisanos dicen que allí hay una huaca, la tumba de un curaca, un Señor de Sipán piurano. Ya habíamos ido una vez —la idea fue del Belga, claro—: Contratamos la bolichera de un amigo de Chunga, llevamos un cocinero, un detector de metales, dormimos en carpas. La playa linda, eso sí, pero solo encontramos arena, piedras, un huevo de lobos de mar y cagada de pájaros, cerros de cagada de pájaros. Nada de collares de oro ni pecheras de piedras preciosas ni orejeras; ni siquiera pedazos de huaco. Pero cuando se le metía algo en la cabeza, mi primo era como un bulldozer: nada lo paraba. Fuimos a consultar a un médium en la sierra de Piura, en las lagunas de las Huaringas. Un tal Semino, un futbolista que tenía familia allá y que era mejor hablando que jugando, nos acompañó. Yo no participé en la sesión: no me gustan esas cosas. «Ya tengo el mapa en la cabeza, Cabezón», me dijo el Belga cuando salió de la casa del chamán. Verdad o fantasía, fuera lo que fuera, quedó enterrado junto con él.
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Don Memo, mi padrino, pasaba todos los meses por la casa de Pascual, conversaba con mi madre, le dejaba plata, empanadas, le preguntaba por mi colegio, le miraba el culo cuando ella no lo veía; todo el mundo le miraba el culo a mi madre. A mí me daba propinas por mi cumpleaños, también por Navidades. «Para que invite a una amiguita al cine, sobrino». Yo no invitaba a nadie: no tenía amiguitas; nunca he tenido amiguitas, en realidad. Me gastaba la plata en la plaza Pizarro, cerca del puente Viejo, donde don Semino, un señor que vendía cosas usadas. Todos los domingos, don Semino, que de joven había sido arquero en el Atlético Grau, ponía su mercadería sobre varios tapetes de pajilla, abría una sombrilla de plástico y se sentaba en una silla desplegable con las manos en la barriga. Tenía el pelo como pintado con plumón negro. Siempre estaba de buen humor, don Semino, saludaba a todo el mundo, hablaba en voz alta. «¿Cuándo vamos a buscar el tesoro de Nunura, Belguita?», me preguntaba todas las veces que yo pasaba por allí. Vendía adornos de porcelana, manuales de costura, vajilla, discos de vinilo, frascos de vidrio. Yo le compraba revistas pasadas de Selecciones, libros viejos: “Moby Dick”, “Viaje al centro de la tierra”, “Las aventuras de Huckleberry Finn”, “Las mil y una noches”. Me daba buenos precios, me conseguía lo que yo le encargaba. También le compré un tocadiscos y los LPs de Lou Reed, Janis Joplin, Electric Light Orchestra, la sexta sinfonía de Beethoven. Los discos los ponía cuando Pascual no estaba en casa. Aullaba como un perro con esa música, zapateaba, dirigía con los brazos una filarmónica de pollos que, con las cabezas de costado, piaban más fuerte. Guardaba todo eso debajo de mi Comodoy, en dos cajas de leche Gloria, junto con mi ropa. Pascual se quejaba que ya no había sitio para tanto libro, que la casa era pequeña, que debía contribuir con los gastos. «En lugar de gastarme la plata en mariconadas». Amenazaba a mi madre que le diría a don Memo que yo era un vago, que no me gustaba trabajar, que me pasaba el día leyendo “novelitas”. Pero a don Memo también le gustaban los libros. Mi padre le pidió que fuera mi padrino, era su primo, su mejor amigo, su mano derecha en los negocios; Cabezón le decía. Estuvieron juntos el día que murió; me lo contó él.
Cuatro a cinco churres, varios perros —niños sin zapatos, perros que se rascaban las orejas— y un montón de polvo corrieron detrás de nosotros cuando entramos a Sechura. En Sechura no había ni una sola calle pavimentada en esa época, ni siquiera las que bordeaban la plaza de Armas. Cuadramos la camioneta y el remolque con el Zodiac frente a la Catedral y entramos a comer donde la Baila Bonito. Siempre íbamos allí después de pescar. Pedimos sudado de mero con conchas negras, Tacu Tacu montado y cerveza helada. «No está, don Belga, ha salido a hacer un mandado», dijo la señora cuando mi primo le preguntó por su hija, una quinceañera que atendía las mesas. El Belga era mano larga con las mujeres, mete-letra; especialmente con las chiquillas del bajo Piura, las campesinas, las cholitas; les caía bien, les dejaba buenas propinas. Ya no estaba como antes de casarse —le había salido papada, se le entrecortaba la respiración, la panza le tapaba la correa de los pantalones—, pero todavía impresionaba con su metro noventa, sus ojos azules; sus pelos pajosos alborotaban a las mujeres. No había nadie con esa pinta en todo Piura. «Seguro que esta vieja me esconde a la hija, carajo —dijo—; pero te apuesto lo que quieras, Cabezón, que tarde o temprano me como ese culito». Cuando salimos del restaurante se quejó de nauseas, de dolor de cabeza. «Desde la mañana ando medio ahuevado—dijo—; como cansado, no sé qué tengo, carajo». No quiso manejar, eructó varias veces y se durmió. Se despertó cuando pasábamos por el cementerio de Catacaos.
- Date una vuelta por la plaza de Armas, Cabezón.
- Estás cojudo, Belga, ya es tarde; Rochi te va a matar; además, la Antonia ya debe de estar por reventar, ¿qué vas a hacer tú allí?
- Estás peor que mi mujer, carajo. Quiero comprar natillas para las chicas —se rio.
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A Antonia la conocimos un par de años antes, allí mismo, en Catacaos, una tarde que regresábamos de pescar y paramos a comprar dulces. El Belga se aceleraba con eso tipo de mujer: «Con el culo en forma de poto de chicha» decía. No era alta la Antonia —en Catacaos no hay ni una sola mujer alta—, pero bien anchita, eso sí, y tenía todo el resto bien puesto. Además, era reilona, calentadora, te daba entrada. Acababa de terminar el colegio, quería sacar su DNI, trabajar en Piura, estaba aburrida, nos dijo, de hacer natillas. Tenía una hermanita, Florcita, a la que ni siquiera le habían salidos las tetas cuando la conocimos. Florcita se subió a jugar a la tolva de la camioneta, nos pidió que le regaláramos pescado. A la semana siguiente regresamos: el Belga habló con la madre, le ofreció ayudar a su hija a sacarle los documentos en Piura —«Conozco gente que le tramita el DNI en dos cocachos, seño»—, se comprometió a darle trabajo en el almacén.
El almacén del Belga estaba en la esquina de Arequipa y Callao, a dos cuadras de la plaza de Armas de Piura. Aún está allí, lo maneja la Caro, su hija, la segunda, pero eso ya no es lo que fue. Comenzó como ferretería: mi primo la heredó de don Franz, su padre, el flamenco que llegó de Amberes y se casó con una señora de Sullana, mi tía Emilia. Pero el Belga no sabía estar tranquilo, siempre quería más: más plata, más volumen, más mujeres, más comida, más cerveza, más de todo. En Lima consiguió representaciones de marcas de fertilizantes, de herramientas agrícolas, de aparejos de pesca y motores. Compró un terreno vacío al costado de la ferretería, una casa, un par de negocios de telas, se hizo dueño de media manzana. Si alguien no quería vender, el Belga lo convencía por las buenas… o por las malas. Era difícil decirle que no a mi primo. En la segunda planta del almacén estaban las oficinas: la de él, con aire acondicionado, y las otras, para los empleados de contabilidad, administración, logística. Estaba por cerrar con el proveedor de ternos Mister, de abrir una sucursal en Talara cuando pasó lo que pasó.
Antonia entró como ayudante en el mostrador de fertilizantes. Era mosca la chiquilla, los clientes preguntaban por ella, se llevaba bien con los empleados; con los empleados hombres, claro; no con las empleadas, con ellas era la guerra, por supuesto. El Belga se ilusionó con la cataquense… por lo menos al principio. El Belga siempre se ilusionaba al principio. Todos nos ilusionamos al principio, en realidad. No fue la primera ayudante, pero sí la última a la que mi primo hacía subir al matadero a la hora de la siesta —en Piura todo cierra al mediodía—, pero fue la única, que yo sepa, que salió embarazada. Cuando la tripa le comenzó a crecer —al mismo tiempo que la de Rochi, lo que son las cosas, carajo— el Belga la mantuvo en planilla, pero la mandó de regreso a Catacaos; le dijo que no volviera hasta después de haber dado a luz. El matadero estaba en la azotea del almacén, tenía minibar, ducha española, refrigerador, cama matrimonial, un pequeño juego de comedor, ventilador en el techo, un tocadiscos. Solo él y el muchacho de la limpieza tenían la llave. Fue allí, en el matadero, donde le falló la cuchareta a mi primo, donde la parca llegó a buscarlo. Murió en su ley, eso sí.
Cuando salía del colegio —estudié en el San Miguel— me iba al parque Miguel Cortés. Un año que llovió mucho en Piura, una excavadora cortó el parque en dos para desaguar el agua de la avenida Grau, que había llegado hasta el óvalo. Después pusieron cemento, barandas de fierro, puentecitos peatonales, pintaron todo de verde. Yo me sentaba en una banca al costado del canal. Al otro lado estaba el Correcaminos. El Correcaminos era un snack donde vendían salchipapas, butifarras, milkshakes, helados en barquillo. Tenía unas mesitas con sillas de plástico que instalaban debajo de los algarrobos; en la noche Piolín, el dueño, las amarraba con cadenas. Yo nunca compré nada en el Correcaminos: no tenía plata. Iba al parque a leer los libros que sacaba de la biblioteca del colegio. En mi casa era difícil leer. A veces, cuando no había clientes, Piolín venía a sentarse conmigo, me regalaba papas fritas, se armaba un troncho mientras conversábamos.
- Oye, Belguita, dicen que el loco que mató a John Lennon tenía un libro en la mano; ¿es verdad?
- Sí, “El Guardián entre el centeno” de Salinger, un escritor americano.
- ¿Me lo podrías conseguir?, quisiera leerlo —preguntó y me pasó el troncho.
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La casa de mi padre estaba al frente del Correcaminos, al otro lado de la Huancavelica. «Aquí vivía tu papá», me dijo mi madre una vez que íbamos al mercado en mototaxi. Yo leía y miraba lo que pasaba en la casa: Quién salía, quién tocaba el timbre, quién se asomaba al balcón, o caminaba por el jardín, quién sacaba al perro a pasear, a quién invitaban a la piscina. Escuchaba los gritos, las risas, la música. Allí, en esa banca, conocí a Flaubert, a Faulkner, a Víctor Hugo. También vi muchas veces a Bea, a Alicia a Caro, mis tres hermanas, mis tres hermanastras, mejor dicho. Bea, la menor, la que nació la misma noche que yo, es la única que sacó la piel de mi padre, su mismo pelo, sus ojos. La veía regresar del colegio, ir de compras al centro, a sus clases de tenis en el club. Mi padre era socio del club, pero yo no podía entrar. Los bastardos no pueden entrar al club. Yo soy un bastardo, ella hija legítima. El sustantivo bastardo viene del francés “bâtard” y este del germánico “bansti”. Lo leí en un diccionario etimológico. “Bansti” quiere decir granero. Un hijo bastardo es el que nace en el granero. Yo no nací en un granero, sino en el hospital del seguro social de Catacaos. Ella, Bea, en una clínica privada, en Piura. Vargas Llosa también vivió en Piura cuando era niño, también estudió en el San Miguel. “La casa verde”, “Los jefes”, “El héroe discreto” pasan en Piura.
Cuatro o cinco días después del entierro del Belga, sin prevenir a nadie, Rochi apareció por el almacén. Nunca pasaba por allí: los empleados no la conocían mucho; los piuranos tampoco. La limeñita, le decían. Cuando la conoció, el Belga no dejó de ir a Lima ni un solo fin de semana durante todo un año, hasta que la convenció que se casara con él. A veces iba en avión, pero casi siempre hacíamos los mil kilómetros en su Dodge Charger blanco, una tremenda máquina de ocho cilindros. El belga le ponía gasolina de avión. Gambarini, un oficial de la FAP, que era su amigo se la conseguía. Arrancábamos los viernes por la noche, después de cuadrar caja en la ferretería; parábamos a desayunar salchichas con café en Huacho. Dábamos vuelta el domingo, después de que los enamorados tomaran el lonche en la Tiendecita Blanca, en la avenida Diagonal de Miraflores. De allí yo recogía a mi primo. «Comiendo pastitas con té ¡Qué fino te has vuelto, Belga, carajo!», lo fregaba yo. Nos turnábamos para manejar. «O te casas conmigo, o me mato en la carretera, Rochi». Así se comprometió. La boda fue en la Virgen del Pilar, la fiesta, a todo meter, en los jardines del Golf de San Isidro. Rochi no supo con quién se había casado hasta que llegó a Piura.
Entró al almacén con su padre. El señor, un poco estirado él, no saludó a nadie, había venido para el entierro de su yerno; para el entierro, y para el bautizo de la Bea, su nieta. Rochi aún no había recuperado la figura, la figurita que tenía antes de casarse. Le había cambiado la cara, las tetas le habían crecido, se veían pedazos de gasa húmeda debajo de su sostén. Sin hablar con nadie, la viuda, viuda de veintisiete años, fue directamente a las escaleras que llevaban a la azotea. Subió despacio, una muchacha que trabajaba en contabilidad la ayudó. El suegro del Belga las siguió. Desde la puerta del matadero Rochi me mandó a llamar. Nadie había entrado allí desde que sacaron el cuerpo de su esposo, a nadie se le había ocurrido hacer la limpieza: las moscas daban vueltas sobre los restos de la comida, sobre las botellas de cerveza. El cubrecama estaba en el piso, las sábanas enrolladas; la puerta del chiqui-frio estaba abierta, había agua en el piso. El olor era difícil de soportar, el calor también. Me dirigí a las ventanas, faltaba aire. Rochi me detuvo con un gesto.
- Quiero que esto quede vacío hoy día mismo, Memo; puedes regalar, botar o quemar todo, si te da la gana —señaló los muebles, la cama, el televisor, el resto de las cosas—. Después cierras y me dejas las llaves en la casa, todas las copias.
- Está bien, Rochi.
Los domingos yo iba a la misa de las once en la iglesia San Sebastián. Me sentaba dos o tres filas más atrás de la esposa de mi padre, de su viuda, mejor dicho, y de sus hijas. Ellas se confesaban, comulgaban, cantaban con los libritos de misa en las manos; yo no. Yo no creo en Dios. «Estás obsesionado con la desteñida, huevón; desteñida como tú», me decía el Chato Trelles. Yo no tenía muchos amigos, solo el Chato Trelles que tenía la piel de aceituna y jugaba en la selección de futbol del colegio. A veces, para que no me fregara de maricón, de raro, de intelectual pela-pollos, lo acompañaba a jugar a la pelota en el parque zonal que está en la avenida Los Cocos, con los otros muchachos del salón. También íbamos a la salida del colegio Lourdes. Las chicas del Lourdes nos tenían miedo a los del San Miguel: algunos de mis compañeros las silbaban, les decían cosas, les tocaban el culo y salían corriendo. Yo me alucinaba protegiendo a Bea. Me ponía como su defensor, me trompeaba por ella. «Con mi hermana no se metan, carajo» gritaba. Ella me lo agradecía, me invitaba a su casa, todos me recibían como parte de la familia. Otras veces era yo el que la insultaba, la agredía, la odiaba.
Volví ver a Rochi dos o tres semanas después, en la iglesia San Sebastián, en el bautizo de la Bea. El Belga me había pedido ser el padrino y Rochi, a pesar de lo que pasó, respetó su deseo. No pude conversar mucho con ella ese día. Ni ese día ni todas las veces que, en los siguientes años, fui a visitar a mi ahijada. Siempre estaba ocupada, o tenía que salir, o no se sentía bien. Rochi tampoco hablaba mucho con Bea, menos que con la Caro y Alicita. Mi sobrina menor siempre estaba en manos de la niñera… o sola. “Mono blanco” la llamaban en su casa. Discutía con su madre. «Tu ahijada salió jodida, jodida como su padre», se quejaba Rochi cuando le preguntaba por ella. Se fue de Piura tan pronto como pudo. Ahora está en Bélgica —el Belga tenía parientes allá—, estudió historia del arte, supe que tuvo problemas, con drogas, creo. Vive en un pueblito de Flandes, cerca de Holanda, se casó con un hombre de allí. No trabaja, se ocupa de su hijo —nació con un síndrome o algo así—, pinta cuadros. Viene cada dos o tres años a visitar a su madre.
Hasta que cumplí cinco años viví en Catacaos. Ese verano se salió el rio, mi madre se casó con Pascual y nos fuimos a vivir a Piura. El agua llegó hasta las escaleras de la Catedral, la casa de mi abuela se llenó de barro, de sapos; los latigazos se me pegaban en el pecho, mi madre formaba cerros de grillos con la escoba todas las mañanas. Vivíamos en la calle Comercio, a tres cuadras de la plaza de Armas, en una casita de paredes de adobe y techo de calamina. Mi abuela hacía natillas y manjarblanco en una olla de cobre, las envasaba en latas redondas para la venta. Todos los que vivían en la calle Comercio vendían cosas: sombreros de paja, canastas, tapetes, correas y maletines de cuero, potos para tomar chicha, cucharas de zapote, adornos y joyas de plata. Todas las mañanas, la gente instalaba sombrillas y toldos en la vereda, en parte de la pista también, acomodaban su mercadería sobre tapetes o en estantes. Venía gente de Piura a comprar, de Lima también; a veces hasta de otros países. Además de natillas, mi abuela vendía vasijas y ollas de barro que le compraba a los alfareros de Simbilá. Mi madre y mi tía Flor la ayudaban. Mi madre y mi tía Flor no se hablaban, se gritaban, se gritaban todo el tiempo. Creo que por eso no regresamos muchas veces a Catacaos.
El Belga estaba seguro que la Bea sería hombre. «A la tercera va la vencida, primo», decía todo el tiempo. Y, si bien no fue exactamente como él lo esperaba —Rochi le dio otra chancleta, la tercera—, su deseo se cumplió: El mismo día, la Antonia parió un hijo, un machito, José Miguel, el Belguita. A las pocas semanas de su muerte fui a Catacaos a ver al niño. Le dije a la Antonia que mi primo me había pedido ser su padrino, que me asegurara que no le faltara nada a su hijo. No era cierto eso, pero Rochi se había encargado de sacar a Antonia de la planilla del almacén; a Antonia y a todas las otras empleadas que habían pasado por el matadero. Tenía sus informantes, claro está. Lo bautizamos en la catedral de Catacaos, el cura, Martín Chero, un amigo de mi familia, preguntó por el padre.
- Ni aunque quisiera lo podría negar —dijo cuando le expliqué el asunto.
- Lo que se hereda no se hurta, padre.
El Belguita heredó la pinta y parada de su padre, sí, pero nada más. Seguro que mi primo se daría cabezazos contra un muro si estuviera vivo y viera que su hijo, su único hijo hombre, le salió pensador, intelectual, escritor de poemitas, más interesado en los libros que en las mujeres y los negocios. Cuando acabó el colegio, el Belguita trabajó en la biblioteca municipal y como ayudante de profesor de literatura en el San Miguel. Con un sueldo de mierda, claro está. Lo apoyé para que se fuera a Lima a estudiar en la universidad San Marcos, a especializarse en lo mismo. Ahora está en Europa, se ganó una beca o algo así. A Piura viene solo de visita. No se ha casado, claro que no.
Mi madre trabajó un tiempo en el almacén de mi padre, fue allí donde se conocieron. Se ocupaba de una de las cajas registradoras. A veces yo pasaba por el almacén. Algunos empleados se acordaban de mi madre. «Hola Belguita —me decían cuando no estaba doña Rochi, o Caro—. ¿Cuándo vienes a hacerte cargo del negocio, a putear gente como hacía tu padre?» Pero a mí nunca me ha gustado eso de vender pinturas, revisar balances, inventarios; no soy bueno con los porcentajes, no sé negociar, hacer trampa tampoco, me pone nervioso controlar gente. No me gusta mucho la gente, en realidad. Yo lo que quería era ir a la universidad, estudiar los clásicos, los escritores del boom, aprender a Cortázar, a Borges a Hemingway. Al Chato Trelles sí le interesaba el almacén.
- Tienes que pedir un trabajo allí, que te den lo que te toca, Belguita —me decía todo el tiempo—; si a ti no te interesa, me lo pasas a mí.
- Óscar Wilde decía que el trabajo es el refugio de los que no tienen nada que hacer con su vida, Chato.
- No sé quién es ese Óscar, pero tienes que desahuevarte, hermanito.
Mi madre también pensaba que doña Rochi debía darnos algo: plata, una chamba, una recomendación, por lo menos. Se lo decía siempre a don Memo «Difícil, Antonita, difícil», respondía él. Pascual también gritaba «Reclama lo que es tuyo, carajo. ¿Hasta cuándo crees que voy a mantenerte?»
Paramos en una farmacia en la avenida Cayetano Heredia, allí donde después construyeron el primer cine de Catacaos. El Belga bajó a comprar unos sobres de Alka Seltzer, aspirinas, una botella de Inca Kola. «Hay algo que me ha caído mal, carajo», repitió. Avancé despacio hasta la Catedral, la gente salía de la misa de las seis de la tarde, se instalaba en las bancas de la plaza, alrededor de los puestos de comida. Doblé en frente de la Municipalidad para agarrar la calle Comercio.
- No, no entres, cuádrate aquí en la plaza nomás, Cabezón.
- ¿Qué carajos hacemos aquí, Belga?
- Tranquilo, primo, esta noche campeono de todas maneras —dijo sobándose la barriga, el brazo.
Bajé de la camioneta a estirar las piernas, a tomar aire fresco, paré en la carretilla del emolientero, le pedí una emoliente grande con hielo. La banda Santa Cecilia, en la pérgola, tocaba un tondero. Una pareja de chiquillos —él con camisa blanca y sombrero de paja; ella con falda larga negra, los pelos en trenza; los dos con pañuelos blancos en la manos— zapateaban, se contorneaban, la gente, en círculo, los animaba. Uno o dos hombres me saludaron, habían visto la camioneta con el Zodiac, me conocían del almacén. Escuché el claxon de la Ford. Regresé. Había una mujer, una chiquilla, más bien, instalada en el asiento del medio. Mire al Belga.
- No me mire así, primo, carajo —soltó una carcajada — Y arranque, nomás, rápido, antes que nos vean.
- Eres un huevón, Belga, en este momento hasta el cura de Catacaos debe saber a quién te has levantado.
Los dejé en la puerta del almacén, un poco antes de las ocho de la noche.
- Que Sandoval te ayude a meter todo al congelador —me dijo, señalado las javas con los pescados. Sandoval era un muchacho al que le pagábamos para que diera vuelta al negocio en las noches—. Y después llamas a Rochi —continuó.
- ¿Tú estás cojudo, no? ¿Qué quieres que le diga a esta hora a tu mujer?
- No sé, tú eres el que lee libros, ¿no? Invéntate algo con el motor del Zodiac, con la camioneta, una llanta; no sé, usa tu creatividad, Cabezón —reía, los dos reían—. Dile que llegaré en una hora, máximo dos. Ah, y pásate por el Tres Estrellas, por favor; que me manden un piqueíto mixto y un par de cervezas.
“Un piqueíto mixto y un par de cervezas”. Esas fueron las últimas palabras que le escuché decir a mi primo.
El día que cumplí dieciocho años hablé con Bea por primera vez. También era su cumpleaños, claro. Fui al cementerio San Teodoro, en la avenida Loreto, a ver a mi padre, a visitarlo en la fecha que partió. A visitarlo y a decirle que dejaba Piura, que me iba a estudiar literatura a la universidad San Marcos, en Lima. Compré unas flores en la entrada y me paré delante de su mausoleo. Le dije que no a un chiquillo que se ofreció a limpiarlo, a sacarle la mala hierba que había crecido. Tenía que cuidar la plata, siempre he tenido que cuidar la plata. Deposité las flores, abrí el libro que había llevado y comencé a leer en voz alta. A mi padre no le gustaban las novelas, él solo leía el periódico, pero no sabía qué más decirle.
- ¿Qué haces tú aquí? —Bea llevaba un vestido de flores, un pañuelo de colores en la cabeza, varias vueltas de collares, brazaletes de lana en las muñecas. Siempre estaba vestida así: Pensé en la funda del disco de Janis Joplin.
- Este…
- ¿Conociste a mi papy? —no parecía molesta; curiosa más bien.
- No, en realidad no, no lo conocí —dije—, murió antes que yo naciera.
- ¿Por qué estás aquí, entonces, por qué estás leyéndole un libro?
- Bueno, no sé… fue amigo de mi madre.
- ¿De tú madre? ¿Quién es tu madre?
- Trabajó en el almacén de nues…de tu padre antes que yo naciera.
- Te he visto en el Correcaminos; eres amigo de Piolín, ¿no?
- Sí, un poco.
- Siempre estás leyendo. A mí también me gusta leer —se acercó, estiró la mano, le di el libro.
Ese día también hablé por primera vez con doña Rochi, por primera y última vez. Llegó con Caro y Alicia. Todas las mañanas, doña Rochi iba a caminar alrededor de la cancha de polo que está cerca del Country. Caminaba con los brazos caídos, separados del cuerpo, como un pingüino, un pingüino con tetas. Caminaba y conversaba con otras señoras. Todas usaban mayas de colores, quepis, cremas para las arrugas. Doña Rochi traía un arreglo de flores en la mano. Llevaba maquillaje, siempre llevaba maquillaje, faldas a la rodilla, tacos. Una vez a la semana iba a un salón de belleza que estaba frente al parque de Santa Isabel a teñirse el pelo, a que le cortaran las uñas, a que les pusieran esmalte. No se había vuelto a casar. Alicia sí, su marido, mi cuñado —o ¿se dice cuñadastro?, no sé— también había venido a visitar a su suegro, suegro que no conoció. Se habían casado unos meses antes, la fiesta fue en los salones del club. Yo no estuve allí, no fui invitado, claro, pero vi las fotos en la sección de sociales del dominical. Caro, la segunda, no tenía novio, se pasaba todo el tiempo en el almacén, los empleados le tenían miedo «Salió a su padre», decían. Había mucho sol. En Piura hay sol todo el tiempo, sol y polvo por todas partes. Doña Rochi se hizo sombra con la mano sobre los ojos. Me miró, dejó de caminar, se agarró al brazo de Alicia.
- ¿Qué pasa, mami; no te sientes bien? Estás pálida —Caro la agarró del otro brazo.
- ¿Qué hace usted aquí?
- …
- Seguro te ha enviado tu madre a fregarme la vida, justo hoy día, ¿no? —Gritó otra vez. Histeria viene del griego “hystera”. Significa útero.
- Mi madre no sabe que estoy aquí, señora.
- ¿Tú conoces a este chico, mami? ¿Por qué le hablas así? ¿Por qué le gritas? —preguntó Bea.
- Tú cállate —dijo sin dejar de mirarme—. Y a usted le agradeceré que respete nuestro dolor y se largue inmediatamente; no tiene derecho a estar aquí.
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Yo vivo a solo dos cuadras del almacén, justo al frente de donde antes estaba el Banco Regional del Norte, en los altos de una notaría. Allí fue donde, como a las diez de la noche, Sandoval vino a buscarme. Después de dejar al Belga y la chiquilla subí al restaurante del Centro Piurano. El mismo grupo de señorones piuranos de todos los domingos —de casi todos los días, mejor dicho— retardaba su regreso a casa entre botellas de cervezas. En la radio pasaban el futbol. Me senté con ellos, me preguntaron por mi primo, me ofrecieron un trago. Pedí una sopa criolla, agua mineral con hielo y limón. Era una semana diferente, pero las bromas, las anécdotas, los rajes eran los de siempre. Ellos no lo sabían, yo tampoco, pero pronto, muy pronto el Belga les iba a animar las próximas noches con un nuevo tema de conversación: Todos opinarían, exagerarían, conocerían algo que los demás no sabían. Me despedí, me ardía la piel del cuello, sentía los pelos duros, arena en el culo. Cuando llegué a mi departamento me tomé una ducha fría, prendí el ventilador, agarré el periódico, puse 24 horas. Sonó el timbre dos, tres veces seguidas. «Tiene que venir, don Memo, don José Miguel se ha puesto mal», reconocí la voz de Sandoval en el intercomunicador.
Corrí las dos cuadras —es jodido correr con hawaianas—, subí los escalones de dos en dos, la puerta del matadero estaba abierta, todas las luces encendidas. El Belga, su cuerpo, su cadáver, mejor dicho, sin ropa, estaba en el piso, las espaldas contra la pared, la mano derecha agarrotada al cubrecama. Su barriga, desparramada encima de su cosa, no subía ni bajaba; había rastros de comida —¿o era vómito?— entre los vellos de su pecho. Me acerqué de un salto, le levanté la cabeza, se la moví con las dos manos, le grité, traté inútilmente de subirlo a la cama (una idea estúpida, de todas maneras). Sus labios, la falta de color en sus labios, mejor dicho, me confirmó que ya no había nada que hacer, que había llegado muy tarde. Volteé a mirar a Sandoval.
- ¿Qué carajos pasó? —le grité.
- No sé jefe, la señorita que entró con él salió corriendo, me dijo que a don José Miguel le había dado algo.
- ¿Y por qué mierda no has llamado a Emergencias, so pedazo de huevón? —me levanté, lo zarandeé, lo empujé contra la pared.
- No sé, jefe, me fui corriendo a avisarle a usted.
Lo mandé a buscar a la chiquilla. Llamé a Emergencias —no sé para qué—, a la policía… a Rochi. Levanté la aguja del tocadiscos y la puse en su sitio. Saqué el vinilo y lo guarde en su sobre: The great pretender. Mi primo escuchaba a los Platters todo el tiempo. Le cerré los ojos, le limpié el vómito de la cara. El sol de Matacaballo aún se veía en su piel que estaba, al mismo tiempo, helada. Lo cubrí de cuerpo entero con las sábanas.
- Te creías invencible, Belga, no escuchabas a nadie y mira cómo has acabado: con la boca abierta y el culo sobre tu propia mierda.
********
La mujer bajó del tranvía en la parada del Sablon, miró su teléfono y caminó hasta el atrio de la iglesia. Paró frente a un hombre alto, de pelo pajoso que llevaba un bolso de cuero cruzado sobre el pecho.
- ¿José Miguel, I presume? —se quitó los lentes de sol, se pasó los dedos entre los pelos; pajosos también.
- Bea, la Belguita, me imagino —el hombre cerró el libro que leía.
Se miraron durante unos segundos sin hablar. Se dieron la mano entre sonrisas nerviosas.
- Tú lees hasta parado, ¿no?
- Bueno, sí, el hombre es sus circunstancias —el hombre río, como disculpándose, guardó el libro en su bolso —¿Tomamos algo?
- Sí, pero antes sentémonos un rato; en la sombra, por favor: El tranvía era un horno.
- Un par de piuranos a los que no les gusta el sol; los europeos no entienden eso.
- Sí, a ellos les encanta dorarse al sol, como pollos a la brasa. Mi esposo es el primero.
Atravesaron la plaza caminando entre los puestos de madera de los anticuarios, y se sentaron al borde de la fuente, en el centro de la plaza. Ella metió la mano en el agua, se refrescó el cuello. Las llantas de los carros rebotaban en la pista de adoquines.
- Es simpática esta plaza; me encantan los colores de los toldos de los anticuarios —dijo él y señaló el mercadillo—. La versión belga de la sombrilla de playa de don Semino —rio.
- ¡Qué ocurrente eres!; con razón te gusta escribir. Todos los fines de semana se instalan aquí con sus cosas. A veces me doy una vuelta a curiosear un poco, después me tomo un café en una terraza.
- ¿Vienes seguido a Bruselas?
- Trato de venir un par de veces al mes, cuando puedo dejar a mi hijo con alguien. Voy a exposiciones, me encuentro con amigos, camino en los parques. Turnhout, la ciudad donde vivo, cerca de Holanda, está bien, pero allá solo hay vacas y tractores, todo es un poco pueblerino allá… como en Piura. A veces siento que me ahogo, tengo que salir, respirar otro aire. ¿Me entiendes?
- Perfectamente. Esta es tu zona ahora: Del Correcaminos a la plaza del Sablon.
Dejaron la plaza, bajaron por una calle en curva que lleva al centro. Se toparon con grupos de turistas que salían de la Grand Place en dirección al Manneken Pis. Voltearon en la rue du Midi y siguieron hasta un pequeño local de fachada oscura, apretado entre una tienda de ropa y una farmacia. En la vitrina, junto a la puerta de entrada, se veían un par de ekekos, toritos de Pucará, fotos en plástico de platos de comida: ceviche, lomo saltado, ají de gallina.
- Es aquí —dijo ella—: el Dimensión Latina; no tienen seco de chavelo ni le ponen zarandaja al ceviche, pero está bien.
- ¡Qué pintoresco!
- A mi esposo y a Doménico, mi hijo, les gusta mucho esta comida. Siempre piden papa rellena.
- Me encanta, la decoración es alucinante.
Entraron, las mesas estaban decoradas con manteles de algodón y lana de colores; las silla eran de cuero tallado; en las paredes colgaban quenas, tumis; había un estante con botellas de Inca Kola, pisco, bolsas de maíz morado. Por los parlantes se escuchaba a Juan Gabriel: Hasta que te conocí.
Se sentaron, una mujer se acercó, miraron el menú.
- ¿Estás contento en Paris? —preguntó ella.
- Sí, en general sí, no me voy a hacer millonario trabajando en un instituto, pero me gusta lo que hago. Eso y la ciudad me compensan por todo el resto.
- Me alegro. ¿Estás solo, te casaste?, quiero decir.
- No, no me he casado, pero no estoy solo, tengo a alguien… un compañero, alquilamos un departamento cerca del parque de la Villette —hizo una pausa—. Ha venido conmigo; ahora está visitando el parlamento europeo, le gustan esas cosas.
- En Piura una relación así hubiera sido complicada.
- Imposible, querrás decir. ¿Y tú? ¿Estás contenta aquí en Bélgica? ¿Te va bien con tu esposo?
- Sí, bueno, lo de mi hijo lo afectó un poco, pero es una buena persona, nos llevamos bien, me deja mi espacio, me apoya con lo de la pintura, es tranquilo, aguanta mis ups and downs.
- Aja.
- Me rescató en un momento en que yo iba a cien kilómetros por hora con dirección a un muro; fue cuando recién llegué a Europa, hace un montón de años: Un tiempo loco de mi vida
- Sí, don Memo me contó algo de eso. Yo también pasé por lo mismo. Has encontrado la estabilidad, entonces.
- La estabilidad, sí. Es importante eso de la “estabilidad” —hizo comillas con los dedos.
- Pero…
- Pero, bueno… no sé. Él es radiólogo en el hospital. Los fines de semana hace paracaidismo con su grupo de amigos de toda la vida. Hacemos parrilladas, comidas con los niños. Vamos de vacaciones a Francia. Tenemos un perrito, un jardín. ¿Me entiendes?
- ¿Una moderna Madame Bovary?
- Algo así, sí.
- Le bonheur n’est pas d’avoir tout ce que l’on desire, mais d’aimer ce que l’on a. Es el texto de un imán que tengo en el refrigerador de mi departamento. Me lo regaló mi compañero. Lo leo todos los días, a ver si algún día me entra en la cabeza… en la cabezota.
- Paz interior le llaman. No es algo que se encuentre a la vuelta de la esquina, es escurridiza —rio—. Pero Doménico, mi pequeño, me compensa. Igual que a ti Paris.
Trajeron las yuquitas fritas, el lomo saltado, la jarra de chica morada con hielo.
- Tengo algo tuyo —dijo ella y sacó un libro de su bolso—. Ese día, en el cementerio, hace veinte y cinco años ya…
- Veintisiete, para ser más exactos.
- Veintisiete, sí, saliste tan disparado que no tuve tiempo de devolvértelo. Lo siento, no sabía dónde vivías para llevártelo. No mucho después de eso me fui de Piura.
- No importa, conozco muy bien esta novela, La dama de las camelias. De Alejandro Dumas hijo, el bastardo. Bastardo como yo.
- Estupideces, no te hagas daño con eso.
- Yo soy especialista en hacerme daño a mí mismo. Me lo dice siempre mi compañero.
Pidieron café, quesillo con miel.
- Ese día entendí por qué mi mami estaba siempre como molesta conmigo. Ese día también decidí que tenía que irme, irme de Piura, alejarme de la sombra de mi padre… de nuestro padre, mejor dicho.
- Lejos de la larga sombra del Belga.
- Debe ser duro para ti que haya muerto cuando estaba con tu madre.
- No, no estaba con mi madre.
- ¿Ah, no?
- No, estaba con mi tía, mi tía Flor, la hermana menor de mi madre, que solo tenía quince años en ese momento.
- ¿Estás bromeando?
- No. Fue así. Mi madre y mi tía Flor no se hablan desde entonces. No pongas esa cara, eran otros tiempos.
- ¿Lo estás justificando?
- No lo justifico, solo trato de entender.
- La línea entre justificar y entender es muy delgada, José Miguel.
- Sí, es verdad.
- No te comprendo, tú has sido el más afectado en esta historia.
- Mira, Bea, me he roto la cabeza con ese tema durante mucho tiempo. Ya no quiero seguir torturándome, no quiero pensar más en eso.
Caminaron hasta la iglesia de la Chapelle, agarraron la rue Haute, subieron hasta la plaza Poelaert en el ascensor de vidrio de Marolles.
- Este es el Palacio de Justicia de Bruselas —dijo ella, señalando el edificio—. El arquitecto es el mismo que construyó el de Lima.
- Tiene un parecido, efectivamente.
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Se apoyaron en el muro que delimita la plaza. Miraron la ciudad, el edificio de la municipalidad en la Grand Place; la catedral; las esferas del Atomium a lo lejos.
- Don Memo dijo siempre que fue mi madre, lo acordó así con ella, para evitar que el escándalo se hiciera aún más grande de lo que fue.
- El tema daría para escribir una novela.
- El Cabezón y el Belga, buen par de personajes esos dos.
- Sí, a ver si la escribes tú.
- Lo he pensado: Comenzaría con la historia de los trece pescados.
- No te olvides de mencionar lo del médium y el famoso tesoro de Nunura.
Ambos rieron.
- Yo también tengo algo para ti —dijo él y le dio un sobre—. Espero que aún tengas un CD player.
- Gracias, no me lo esperaba. No escucho música clásica, en realidad.
- Le bon Dieu, si hay uno, habla a través de Beethoven. Su música libera los pájaros negros que aleteen en mi cabeza. Ponlo cuando pintes, ya verás que todo te sale más fluido.
Se abrazaron.
- Ha sido un cumpleaños diferente —Bea se secó los ojos con un pañuelo de papel. Le pasó uno a él.
- Especial, sí.
- No sé si a nosotros nos toca juzgar a nuestros padres, pero no puedo dejar de pensar en eso —dijo ella.
- Lo mejor es no pensar, no pensar es vivir tranquilo.
- Más fácil es decirlo que hacerlo, hermano.
- Sí, es siempre más fácil decir que hacer. Lo sé muy bien, Bea.
Muy buen relato, primo.Felicitaciones.Ambientes simples que con tu fina prosa adquieren un glamour especial. Abrazos
Enhorabuena Lucho. Buenísima narración. De prosa ágil y sencilla, se lee de un solo tirón. El desenlace, con Bea y José Miguel en las alturas del Galgenberg, traslada a Bruselas el drama de ser peruano en un país de "todas las sangres".