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La Casa Verde

Photo du rédacteur: lquimperlquimper

Dernière mise à jour : 23 févr. 2022

por: Luis AUGUSTO QUIMPER


Las Ilustraciones son de Fernanda Vegas.



Hasta los catorce años, a menos que no me hubiera dado cuenta, yo nunca había visto una prostituta. Los de cuarto y quinto hablaban del chongo, del Siete, de la Diana Carolina, de que habían ido el sábado. Algunos de tercero, mi año, también, pero a ver si eso era verdad. Yo escuchaba y repetía; bueno, en realidad, cambiaba y exageraba un poco, me ponía como protagonista, como asiduo, como conocedor: puro instinto de supervivencia en el patio de recreo. Pero la verdad de las cosas es que el asuntito de las chicas, de la pubertad… del sexo, quiero decir, me daba algo en la barriga, en la parte alta: no quería que nadie viera los pelos, negros, que comenzaban a crecer en mis piernas, debajo de mis brazos, en el medio del pecho, la pelusa en mi cara; me molestaba que no reconocieran mi voz en el teléfono. «Tienes que hablar con él, explicarle las cosas —escuché decir a mi madre desde su cuarto— es muy tímido, hay algo en eso que le asusta, no está bien»; pero mi padre no era de los que hablaban de esas temas con su hijo. Ni de esos ni de otros tampoco.


Cuando el cura Robert me preguntó si yo sabía lo que era una “casa de citas”; si ya había estado en una me quedé en el aire.


Robert, un gringazo al que la Compañía de Jesús había enviado al Perú, era el guía espiritual de los alumnos de la secundaria, y, de vez en cuando, te llamaba a su oficina para conversar. Era su trabajo eso de conversar con los alumnos; no siempre sobre cosas de Dios, sino más bien sobre otros asuntos: los padres, los hermanos, la enamorada, los estudios, los amigos; en fin, esas cosas que ya desde entonces me despertaban por las noches. Sospeché que se refería a eso, al sitio, al chongo, quiero decir, pero ¿qué nombre era ese de “casa de citas”?, y, sobre todo, ¿qué hacía un sacerdote preguntándome por un lugar como ese?


- Un prostíbulo, un burdel; allí donde están las putas, las mujeres de mala vida, Luciano.


Sentí calor en la orejas, señal que había puesto esa cara que hace que la gente me trate bien. Miré el armario de fierro, el ventilador de piso que chillaba, el crucifijo de fierro en la pared; balbuceé algo que ni yo mismo entendí. Funcionó… casi siempre funciona:


- Si el tema te incomoda, Luciano, lo dejamos para otro momento; pero te vas convirtiendo en un hombre, hay que hablar de esas cosas, prevenirte.


¿Prevenirme de qué? Robert también era amigo de la familia: venía seguido a comer a la casa; le gustaba el whisky con Coca-Cola. En casa siempre había whisky; whisky y curas. Cuando mi padre, una noche que el fenómeno del Niño le sacaba la mugre a Piura y nos alumbrábamos con velas, me sirvió el segundo vaso mi madre protestó.


- Mejor que aprenda a tomar con su padre, que en la calle, mujer; ¿sí o no, Robert?


Hablé, hablé mucho esa noche —el whisky siempre me ha hecho hablar mucho—: tanto que el lunes el cura me sacó de la clase de biología, me dio un cuaderno rayado y me dijo que escribiera algo todos los días. «Sobre lo que quieras, no importa, solo escribe y ven a verme cada dos semanas». Treinta y tantos años han pasado; Robert ya no está, pero yo sigo llenando cuadernos rayados.


No había visto estado nunca en una “casa de citas”, pero sí había pasado cerca de una varias veces, eso sí. A mi padre y sus amigos les gustaba pescar y, a veces, cargaban con las familias e íbamos de fin de semana a acampar a las playas del norte: Máncora, Punta Sal, Los Órganos. Entonces no había el ruido y la furia que hay ahora: armábamos carpas donde hoy hay hoteles y casas con piscina, íbamos al baño en las dunas, llevábamos balones de gas para cocinar. Inevitablemente, a la ida y a la vuelta, pasábamos delante del Siete: un par de construcciones con pinta de corralón, de taller mecánico en el medio del desierto, justo en el kilómetro siete de la Panamericana norte, la que va a Sullana. En la noche estaban iluminadas de rojo y verde, entraban y salían camiones, taxis; los hombres se agrupaban en la puerta, orinaban contra el muro. Yo rogaba que pasáramos rápido, que a Nena, mi hermanita de cinco años, no se le ocurriera preguntar qué eran esas luces de colores.


Ese año a mi padre le fue bien en los negocios y —tenía ese tipo de arranques— le compró un Toyota Corona a mi madre; era la primera vez que teníamos un carro nuevo, con aire acondicionado, con cinturones de seguridad. Le hizo polarizar los vidrios y le instaló un Pioneer que trajo de uno de sus viajes a la frontera, le compró llantas anchas. Mi padre exportaba cosas al Ecuador: detergente, pasta de dientes, papel higiénico, conservas de pescado, gelatina. Su socio, Walter, tenía un camión Dodge 300 que cargaban de madrugada en el mercado de mayoristas. Algunas veces, cuando no había colegio, me llevaban con ellos: tiraban un colchón y una manta encima de las cajas y allí íbamos Kevin y yo. Kevin era el hijo de Walter, estaba en el último año de colegio y su papá le estaba enseñando a manejar el camión. Yo casi siempre me mareaba en esos viajes: Después del desvío de Tambogrande la caseta del Dodge 300 no paraba de inclinarse, de subir, de bajar y sobre todo de chillar; olía a petróleo todo el tiempo; pero lo que me daba dolor de cabeza no era eso, sino Kevin que siempre sabía de todo, era amigo de todos y no sabía mantener la bocaza cerrada más de 30 segundos seguidos.


- Somos primos —me dijo la primera vez—; mi papá es hermano del tuyo.

- Medio hermano —aclaré yo—, de parte de padre.

- Bueno, somos medio primos, entonces.


A mi madre no le gustaba que mi padre hiciera negocios con Walter ni tampoco que haya aceptado ser el padrino de confirmación de Kevin: «Es una traición a la memoria de tu madre», le decía; pero supongo que lo toleraba porque de algo teníamos que vivir. Todo el mundo sabía que el hermano de Walter, Willy —el Niño— mi medio tío también, había estado en la cárcel, que mi abuelo se había endeudado para sacarlo. Cuando salió, mi madre amenazó a mi padre con llevarnos a mí y a Nena a vivir con su familia, en Lima, si lo metía en sus negocios. Yo lo había visto pelearse en la playa; él solo contra dos tipos, dos policías. Invierno y verano se metía detrás de las olas y se nadaba la playa de punta a punta. Usaba las dos piernas, los brazos, la cabeza, no paraba de moverse, de saltar, de tirar arena a los ojos de los policías. No dormí bien esa noche. Dicen que pedía prestado, pero que nunca devolvía… a mi padre también. Yo escribía las cosas que sabía del Niño en el cuaderno del cura. «Me parece que no te gusta mucho ese pariente tuyo, ¿no, Luciano?; te asusta un poco, ¿por qué escribes sobre él entonces?» Quién sabe, Robert, por qué escribimos de unas cosas y no de otras; eso sale más de las tripas que de la cabeza, creo yo.



Cuando comenzaba a amanecer, parábamos a comer hígado encebollado en el mercado de Suyo. «El último lugar, antes de entrar a Ecuador, donde se come bien», según Walter. No era muy grande el mercado, tampoco Suyo, en realidad; podíamos, desde el puesto de comida, vigilar el Dodge 300, ver los burros que entraban a la plaza de armas cargados de costales de verduras; la bandera peruana en la puerta de la alcaldía. Walter era buena gente; sorbía el café y conversaba al mismo tiempo que masticaba, pero hablaba menos que Kevin… aunque casi siempre de lo mismo.


- Ya está grande el sobrino, carajo —decía y me pasaba la mano por la cabeza.

- Sí, sí, ya le está saliendo bigote, seguro que se jala su cosita también —ese era mi padre haciendo reír a sus amigos.

- Yo me encargo de inaugurarlo, sobrino —Walter se sobaba la barriga con las dos manos— Cuando cumpla quince años me lo llevo a la Casa Verde; hay una chiquilla, una tumbesina recién llegada, que lo va a volver loco, va a querer ir todos los días, ya verá.


¿Por qué Walter me hablaba siempre de usted? No tengo ni idea. La mujer que preparaba el hígado encebollado también tenía cosas que decir: «Bonito el coloradito; déjemelo acá unos días, don Néstor; aquí en Suyo hay harta quinceañera angustiada, se lo devuelvo bien asentadito» Más cosas que apuntar en el cuaderno de Robert.


Ecuador comenzaba a la mitad de un puente sobre un río con menos agua que bolsas de basura, cartones, botellas de plástico; también habían perros y chanchos. Teníamos que tramitar nuestros salvoconductos y el permiso para el Dodge 300 en dos o tres casuchas de madera de la policía peruana, y de los agentes de aduana; hacer lo mismo al otro lado del puente. Macará, allí donde estaban los clientes de mi padre y de Walter, quedaba a unos quince minutos del rio. Descargábamos las cajas en el mercado de mayoristas; Walter supervisaba, anotaba; mi padre entraba a un cuartito con sacos de arroz, de menestras. En una mesita de madera hablaba, anotaba pedidos, contaba los billetes, los amarraba con ligas y los metía en un canguro de cuero. A veces nos quedábamos a almorzar en Macará, pero ni a mi padre ni a Walter les gustaba quedarse mucho tiempo en Ecuador. «Nunca te confíes de los monos, nunca; son bien desgraciados, se avisan entre ellos», decían siempre. Antes de cruzar el puente en dirección contraria parábamos en un grifo a llenar el tanque del Dodge 300. También otro, uno más grande, que había en la panza del camión: la boca de entrada estaba en la caja de herramientas, tapada por trapos, por un pedazo de madera que se movía. Walter lo había hecho instalar en un taller que estaba cerca del aeropuerto de Piura. Los policías que nos controlaban cuando entrabamos de regreso a nuestro país nunca lo veían; o si lo veían lo olvidaban con un par de billetes del canguro de cuero. Cuando regresábamos siempre parábamos primero en la casa de Walter. El Niño nos esperaba allí, sacaba la gasolina del tanque con una manguera —había que chupar el aire y soltar antes que el líquido llegara a tu boca— y llenaba unas galoneras de plástico. Se ponía rojo por el esfuerzo. «No me diga tío, sobrino, dígame primo; si no las hembritas van a pensar que soy viejo». Otro que me hablaba de usted. Mi padre se quedaba con una galonera para el Toyota, las demás se las llevaba el Niño que, como si nada, se cargaba dos a la vez, una en cada brazo. «Así se recursea con algo —me explicó mi padre—, pero ni una palabra de esto a tu madre, ya sabes».


El Toyota se lo robaron un domingo en la noche de la puerta del Tradiciones. El padre de Nando era el dueño del Tradiciones y él, Nando, iba a ayudarlo los domingos: hacía los vouchers para las tarjetas de crédito, daba el vuelto, escribía las boletas de pago. Nando y yo estábamos en el mismo salón de clases del colegio. Íbamos siempre al Tradiciones los días en que la cocinera de la casa estaba de descanso. A mi madre, la verdad, no le gustaba mucho cocinar. Había cuadros de paisanas con trenzas y sombrero de paja pañando algodón; de otras sentadas con viandas de loza y porongos de chicha, entre algarrobos y burros (inevitable eso de los algarrobos y los burros). Mi preferido era el de una mujer sentada sola en la orilla, vestida de blanco, con una canasta de pescados al costado, mirando el mar. Era caro, pero no había muchos otros restaurantes a los que a mi madre le gustara ir en Piura. Tenía que estar limpio, que no hiciera mucho calor ni mucha bulla tampoco. «¿Cómo está, buena gente?» Mi padre saludaba así al papá de Nando. A veces, cuando le iba bien en la pesca y ya no entraba nada más en el congelador de la casa, le vendía meros y lenguados más baratos que en el mercado de pescados.


Habíamos ido a pasar el día en la playa, en Colán, almorzamos en una cevichería, en la tele pasaban el futbol. Al regreso fuimos a la misa de las 7:00 PM a la capilla del colegio, después a comer. Cuadramos el Toyota no muy lejos de la puerta del restaurante, en la calle Ayacucho, paralela a la avenida Grau.


- ¿Otro? —preguntó mi madre con la Nena en brazos cuando le trajeron el segundo pisco sour a mi padre.

- No comiences, es solo el segundo, mientras esperamos la comida, mujer.

- ¿No te parece que ya tomaste suficiente esta tarde? ¿No te acuerdas que yo tuve que manejar de regreso?

- Te he dicho que no comiences, por favor.

- Y tacu-tacu en la noche no es buena idea, ¿no? Después te quejas que no puedes dormir.

- Estás cansada, mujer.


Mi madre siempre estaba cansada, no comía mucho, siempre un lenguado con papa al horno que compartía con la Nena. A mí lo que más me gustaba era la causa de langostinos. La puerta del restaurante estaba abierta para que entrara un poco de aire. Escuchamos gritos, insultos, un chirrido de llantas, un motor a fondo. «Borrachos —dijo el padre de Nando y se acercó a la puerta—; todos los domingos es lo mismo». El portero del restaurante entró corriendo. La gente en las otras mesas dejó de comer.


- Se han llevado su carro, don Néstor.


Salimos a la calle: habían huellas negras en el lugar donde habíamos dejado parqueado el Toyota, olía a caucho quemado. La Nena comenzó a llorar.


- Han sido dos, me empujaron, don Néstor, no he podido hacer nada —dijo el portero; nos mostró un brazo con sangre; se señaló el rostro enrojecido que comenzaba a hincharse.



Tomamos un taxi a la casa. Mi padre hizo un par de llamadas. Agarró las llaves de la Chevrolet.


- ¿Qué vas a hacer? —preguntó mi madre.

- Ir a la salida al norte, dicen que los carros robados se los llevan a Ecuador.

- ¿Y qué si lo ves; vas pararlo con la mano? Son delincuentes; tienes que ir a la policía.

- No te metas en mis asuntos.

- No tomes riesgos innecesarios, para algo pagamos un seguro, ¿no?

- No hay seguro; me olvidé de pagarlo este mes.

- ¿Qué?

- Eso de pagar un seguro es tirar la plata a la basura, mujer; no te metas en cosas que no sabes… y no grites.

- ¡Cómo no voy a gritar, Néstor!, dime, ¿cómo?

- Tú vienes conmigo —me dijo y salió de la casa.


En la comisaria de la avenida Sánchez Cerro tomaron la denuncia. La radio a todo volumen, un escritorio de latón gris, una bandera, la foto de Belaunde en la pared.


- Si no rompieron el vidrio, ¿cómo entraron al carro? ¿Lo cerró con llave, señor?

- Sí, claro que sí; también puse la alarma, pero no sonó. Es nueva, quizá por eso.

- Vamos a mandar una patrulla al lugar a que le tomen declaración al guardián; por allí están robando últimamente.


«Si no les das plata estos no hacen nada, carajo» dijo mi padre cuando volvimos a la Chevrolet. Fuimos al último grifo sobre la carretera a Sullana. También a la salida a Chulucanas, al peaje de la pista que va a Chiclayo. Nadie había visto nada. Vimos el carro de Walter cuadrado en la plaza de Armas. Entramos a buscarlo en la juguería El Chalán. Hablé con Kevin. «Estaba cantado que ese carro se lo iban a robar —sonreía—, te lo dije; ¿sí o no?» Tuve ganas de empujarle la raspadilla a la bocaza, con vaso de tecnopor y todo, a ver si así dejaba de gritar.


- Vamos a la Casa Verde —me informó mi padre cuando subimos a la Chevrolet—; Walter dice que hace poco alguien encontró un carro robado allí.

- ¿A la Casa Verde?

- Sí, a veces son borrachos o drogados los que se roban los carros, por joder nomas

- ¿Por qué no va él? —pregunté yo, haciendo un esfuerzo para sonar normal.

- Está con su mujer, ¿cómo va a ir un burdel con su esposa?, ¿eres tonto o qué?


Tomamos la pista a Catacaos. Conocía la novela, la había leído, pasaba en Piura y en la Selva; mi madre la tenía en su biblioteca. El sargento Lituma, los Inconquistables. Tuve que releer varios párrafos. No sabía que de verdad existía la Casa Verde. Quizá la construyeron después que el libro se hiciera conocido, que ganara un premio; o ya estaba allí antes que lo escribieran. No sé.


Un poco después de Simbilá entremos por un camino de tierra a la derecha; avanzamos entre chacras de algodón, plátanos, papayas. Los faros de la Chevrolet iluminaron unas pocas casas de paredes de adobe y esteras, de techos de calamina. Un grupo de perros fastidiados y una nube de polvo nos siguieron. Vimos luces, escuchamos el sonido de un motor, de un generador eléctrico. En un espacio libre, entre árboles de tamarindo y cocoteros, había una casa de madera; verde, efectivamente. Más que una casa era una construcción rectangular, cuadrada quizá, con un portón de entrada. Entramos con la camioneta. Puertas y ventanas se sucedían sobre una vereda que formaba un cuadrado alrededor del parqueo que era de arena con piedras; no mucho más grande que una cancha de fulbito. Había un par de motos, un taxi colectivo que hacía la ruta Piura Catacaos. Tres hombres —militares, creo— sentados en una mesa con botellas de cerveza dejaron de conversar y nos miraron. De algún lado salía música.


- No está el Toyota, papá; vamos, mejor.

- Espera, voy a preguntar.


Una mujer de cara cuadrada se acercó, llevaba un vestido sin mangas, sandalias hawaianas, se apoyaba en un palo. Gritó a los perros que nos habían seguido, les tiró una piedra, se acodó en la ventana de mi padre.


- A los tiempos que vienes, Nestitor —uno de sus dientes era de color platino—; en cambio tu hermano, Walter, el gordo, viene a vernos seguido.

- Estoy buscando un carro, un Toyota marrón, nuevo, me lo han robado; ¿no lo has visto por acá?

- ¿Qué dices, Nestitor? ¿Un carro robado acá? Seremos putas, pero somos honradas, aquí no entran ladrones.


Ahora sí podría decirle a Robert que había estado en una “casa de citas”, que había visto de cerca a una mujer de “mala vida”. Mi padre siguió hablando con la mujer, pero ya no del Toyota, sonreía por primera vez en toda la noche. ¿Le sobaba ella el brazo? Comencé a pensar cosas, cosas que tendría que escribir en el cuaderno esa misma noche. Mi padre prendió la luz interior de la Chevrolet.


- Ya te lo traeré otro día para que me lo inaugures —dijo y me desordenó los pelos con la mano.

- ¿Por qué no ahora mismo, Nestitor?, ya está en edad; tenemos una chiquilla nueva, una tumbesina; estás con suerte: justo ahorita se acaba de desocupar. Te aseguro que rapidito le saca todo lo que tiene, lo va a dejar seco. ¿Cómo te llamas, pajerito?


Un olor a laca, a perfume quizá, llenó la cabina, una mano entró por mi ventana, agarró mi pierna, subió hasta el cierre de mis bermudas, me agarró con fuerza la cosa; no sentí lo que se supone que debía sentir, sino todo lo contrario. Agarré la mano, —las uñas tenían rastros de esmalte— y la retiré con fuerza. Golpeó la manija de la puerta. Tiré mi cuerpo al lado de mi padre.


- Me has hecho daño, pendejo. ¿Qué te pasa, no te gustan las chicas? —gritó la mujer.


En realidad no era una mujer, sino poco más que una colegiala de secundaria, piel morena, como la otra —la señora que estaba del lado de mi padre, digo—, pero brillante, sin arrugas, tenía todos los dientes, el pelo sin tinte. Llevaba la parte de arriba de un bikini y minifalda; acababa de tomar una ducha.


- Te ha salido torcidito, Nestitor —habló la vieja desde la otra ventana.

- Estás cojuda; en mi familia no hay maricones. Es más, ya que estamos acá podemos aprovechar para que haga su debut.

- Claro, así se le quita el susto —dijo la tumbesina desde mi ventana.


Rieron, los tres rieron… sí, mi padre también. ¿Se había olvidado del Toyota de mi madre? Hizo un gesto para avisar que se movieran, que se iba a cuadrar.


- Papá —me acerqué, agarré con fuerza su mano sobre la palanca de cambios y le dije en un murmullo— el carro se lo ha llevado el Niño… mi tío Willy, quiero decir.

- ¿Qué estás diciendo, so pedazo de cojudo?

- Amenazó al portero, por eso no te dijeron nada. Nando me hizo jurar que no abriría la boca. Tienen miedo que regrese a buscarlos… yo también, papá.

- No vuelvas a repetir una cojudez como esa; a nadie, ¿me entendiste? —me apretó el brazo, tanto que al día siguiente no me saqué la chompa de colegio hasta que regresé a casa.

- Sí, papá, te lo juro, pero vámonos ahora, por favor, papá, vamos a la casa —me ardían las orejas, me ardían mucho.


Me miró unos segundos, volvió a pasarme la mano por la cabeza.


- Tranquilo que a ti nadie te va a hacer nada, nadie —dijo, apagó la luz interior y arrancó la Chevrolet— Vamos a casa que ya es tarde, tu madre estará preocupada.



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