Por: Luis AUGUSTO QUIMPER.
Las ilustraciones son de Fernanda Vegas
Texto:
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El domingo fui a La Tanguería, una sala de tango que está en una callecita en curva, cerca de la basílica de Koekelberg. Nunca había estado allí; ni siquiera sabía que existía. Yo solo bailo cuando estoy bajo presión, o borracho; pero nunca tango, claro que no: tengo mis límites. Fui allí a encontrarme con Tereza —así con zeta—, una búlgara de Burgas que conocí en una recepción. Está otra vez en Bruselas y me mandó un WhatsApp para avisarme. Casi nunca salgo los domingos en la noche, pero estoy en horas bajas: si me ha escrito es por algo, me dije, y aluciné cosas que cualquier hombre en activo no puede dejar pasar.
Quedamos en encontrarnos allí, en La Tanguería, porque ella sí baila tango, obvio, y va a ese lugar cada vez que viene por acá. «No, tú no tienes que bailar, Luciano», me tranquilizó, y agregó que siempre habían personas que solo iban a acompañar, mirar, o a escuchar la música. «No te vas a aburrir, puedes tomar algo, comer también». «Deal —le respondí—; nos vemos allí».
Por fuera La Tanguería es una casa de familia más —tres pisos, flaca, pero alta, ventanazas, techo dos aguas; así como son las casas en esa zona—; sin embargo me sentí como si estuviera entrando a un quinceañero en la Urbanización Piura, o en Sullana, como si los dueños hubieran sacado los muebles de la sala-comedor para que los invitados pudieran bailar. En la puerta habían dos tías sentadas detrás de una mesa. Una era argentina.
- No conozco a ningún peruano que baile tango —me dijo.
- No seré yo el primero, señora.
Me cobró cinco euros, la tarifa de acompañante, «sin derecho a bailar», aclaró innecesariamente. Compré dos empanadas de pollo, una cerveza y entré al salón en busca de la búlgara.
Al fondo de la sala, tres o cuatro músicos con camisas anaranjadas tocaban un tango, claro; ¿qué otra cosa podría ser? No creo haberlo escuchado antes, pero yo de tango sé lo mismo que de orquídeas salvajes. El acordeón —bandoneón, me corrigió Tereza después— lo tocaba una mujer con sombrero de gaucho. No más de diez parejas daban vueltas en la sala-comedor. Nadie me pareció menor que yo. En un minuto identifiqué a Tereza: un tipo la llevaba pegada al cuerpo. Se había hecho un moño de tres vueltas con el pelo y tenía puesto un vestido negro brillante, abierto por la espalda. Pensé en las hermanitas de Azúcar Moreno cuando eran jóvenes y confirmé que había hecho bien en ir. Cuando la búlgara me vio me sonrió, me indicó las sillas libres que habían pegadas a una de las paredes, y me hizo señas para decirme que vendría pronto. Sentí una alteración debajo del estómago y pensé en grande.
Al terminar la canción, Tereza vino directamente donde yo estaba y me saludó con dos besos muy cerca de la boca, o así me pareció a mí. Le compré un agua con gas y un pan con queso. Las señoras me hicieron guiños aprobatorios cuando les pagué: "Los Dioses están de tu parte, compadrito", me dije.
- Me gustaría bailar un par de veces más; ¿te molestaría esperarme, Luciano?
- No hay problema, Terezita; no estoy apurado para nada —mentí.
De algún lado apareció el mismo sujeto con el que había estado bailando antes. Llevaba puestos saco y camisa negras, corbata roja y un bigote con canas. Me preguntó, en francés, si le permitiría bailar con ella. Yo le respondí en español que sí, aunque hubiera preferido decirle que no. El tipo me sonrió y se llevó a Tereza de la mano al centro del salón. Su sonrisita de disculpa me pareció practicada, pero no me molesté: anda tranquilo nomás, perro viejo, que ese pescado ya tiene anzuelo.
El ambiente tranquilo, la vista de las parejas dando vueltas, las dos cervezas que ya me había metido al cuerpo, y sobre todo la música me hicieron sentir relajado, positivo, diez centímetros más alto. Después de dos o tres tangos, Tereza regresó y me dijo que ya podíamos irnos.
- ¿Qué tal si vamos a tomar algo a la plaza Sainte Catherine?; conozco un par de bares allí que están bien —le solté lo que yo ya tenía preparado para ese momento.
- Hum —suspiró, e hizo una pausa en que temí lo peor—. La verdad es que estoy un poco cansada, Luciano. ¿Por qué mejor no vamos a mi apartotel, tengo una botella de Martini y algunas cositas para picar? —propuso como si nos conociéramos de toda la vida, como si nos viéramos todos los domingos.
Traté de decir que sí, que claro que sí, pero en lugar de eso me salió un sonido ininteligible de la boca, algo como un mugido que acompañé de repetidos movimientos de cabeza en afirmativo. Tereza se cambió los zapatos de baile, recogimos los abrigos en la entrada y salimos. En la calle me tomó del brazo y un gritó rebotó dentro de mi cabeza: "Hoy día marcas, campeón".
- ¿Tú sabes dar masajes, Luciano? —soltó sin previo aviso, cuando ya estábamos en el carro.
- ¿Masajes? —bajé el volumen de la música para asegurarme que había entendido bien.
- Sí, masajes; me gustan mucho los masajes después de bailar, duermo mucho mejor.
Hice mi mejor esfuerzo en poner cara de que no estaba pensando lo que estaba pensando y le dije que sí, que claro que sí, que me gustaba mucho dar masajes. «Tengo mucha experiencia en eso», le aseguré. Sí, mentí, mentí otra vez, pero por una buena causa. «Fabuloso», dijo ella. "Fabuloso", pensé yo, nadie me va a creer esto.
Llegamos al apartotel que su empresa le paga; está en la zona del barrio europeo, cerca del óvalo de Schuman. Vi algo en la cara de la mujer de la recepción que no me gustó —¿una sonrisita sarcástica?—, pero no le presté mucha atención. En el ascensor evalué si era un buen momento para lanzar un primer acercamiento, pero decidí que era mejor esperar al Martini: después de uno o dos tragos las cosas salen siempre más naturales, más fluidas. Además, si ella misma me había propuesto ir a su hotel y darle un masaje la probabilidad de fracaso era inexistente. Un tipo experimentado como tú, Luciano interpreta las señales, no se precipita, maneja los tiempos.
Tereza sirvió los tragos, peló dos mandarinas, sacó nueces y avellanas de una bolsa de tela, cortó queso, puso todo en un plato y nos sentamos codo a codo en el sofá-cama. Por la ventana se veían los árboles del Parc du Cinquantenaire, más atrás los arcos de triunfo iluminados, y los edificios de los museos de historia militar y del automóvil. Terezita me confió que desde lo veinte años era vegetariana, que las proteínas las obtenía de las menestras, de las frutas secas. La escuché con atención, hice preguntas, asentí varias veces: No hay mejor interlocutor para una mujer que un hombre con un objetivo claro. Conversamos sobre Bulgaria, el trabajo, el tango. Le agarré la mano para ir entrando en calor. No hubo ninguna resistencia. No sabía que Carlos Gardel había nacido en Francia ni que había muerto en un accidente de aviación en Colombia. Esa era la única información que yo manejaba sobre tango.
Después de acabar su Martini, y sin prevenirme, Terezita se levantó y entró al baño. Cuando regresó vi que se había cambiado de ropa: Tenía puesto un polito rosado de mangas cortas con una figura de Minnie Mouse en el pecho, y un shorcito del mismo color. En la mano traía un frasco de aceite. Un análisis rápido de la situación me reveló que sus dos cosas habían sido liberadas del sostén. Otra buena señal, concluí.
- Massage time, Luciano —dijo y me pasó el frasco.
Hasta allí yo estaba convencido que lo del masaje había sido un tango más, un eufemismo; algo así como los baños saunas en Perú. Me equivoqué, pero no había ningún motivo para preocuparse: Dar un masaje no podía ser algo tan complicado, más bien sería una experiencia nueva, algo que contarle al Chino, —un habitué de los baños sauna de Lima—, la próxima vez que fuera a mi país. Lo otro, “la vacuna”, “la vacuna peruana”, se la aplicaría después, como que dos más dos son cuatro.
Terezita abrió el sofá-cama, sacó una sábana, la estiró encima y se echó boca abajo. Observé, por unos segundos, ese paisaje eslavo que se abría ante mis ojos. Sos un ganador, Luciano, me dije; jalé una silla, me puse aceite en las manos, y comencé con el brazo izquierdo que la búlgara había estirado hacia mí.
Al principio, la verdad, me sentí un poco ridículo, pero esa inquietud salió disparada de mi cabeza cuando posé mis dedos sobre las piernas de Terezita: cero grasa debajo de esa piel bronceada en el Mar Negro, músculos duritos, firmes, saludables. Con voz baja le pregunté si iba mucho al gimnasio. Ella murmuró que iba a clases de spinning tres veces a la semana. Sentí los cañones de sus vellos afeitados en las pantorrillas, eso no me gustó mucho, así que subí a la zona de los muslos. Me puse más aceite en las manos para dar una doble pasada, una segunda mano en esa zona. Varias veces rocé el comienzo de sus nalgas, no había calzón a la vista… ni al tacto tampoco: "Vía libre, camino despejado, compadrito", me dije. Terezita murmuró algo que no entendí, pero que no me sonó a protesta, así que seguí trabajando esa área. Sentí calor en las orejas. Acto seguido, puse un cojín debajo de su estómago; tampoco hubo reacción en contra, así que le subí un poco el polito por la parte de atrás y continué el masaje por las espaldas. Pude ver y sentir el comienzo de sus tetas. "Pronto las tendrás en tus manos, campeón", grité otra vez dentro de mi cabeza.
Después de unos minutos de sobar y sobar me dije que ya habíamos alcanzado la temperatura ideal para que la búlgara pasara por caja, para liberar a la fiera que, allá abajo, daba cabezazos de protesta contra mis calzoncillos. Me saqué la camisa y me aflojé los pantalones. Me incliné y le besé el cuello, las orejitas. Al mismo tiempo, como quien no quiere la cosa, pasé mis manos a la zona delantera y las llené con sus pechos. En un acto autónomo —sí, fuera de mi control— mis indicies y pulgares se cerraron sobre las partes turgentes e iniciaron un movimiento circular. Eso, el movimiento circular, tuvo un efecto nefasto para mis intereses: como si despertara de un sueño, Terezita se enderezó, dejó el sofá, se acomodó la ropa, el pelo. Me sonrió, me dijo que muchas gracias, que lo había hecho muy bien, y me señaló la puerta con la mirada. No estaba molesta ni ofendida; por el contrario, tenía los ojos achinados y la sonrisa floja. Pensé que me estaba vacilando, una broma búlgara, seguramente, una pequeña diferencia cultural: en realidad pasaríamos a la cama para estar más cómodos. La abracé, intenté besarle el cuello, que entrara en razón, carajo, pero fueron manotazos de ahogado, manotazos de ahogado peruano. “Terezita” me dio un corto abrazo con dos o tres palmaditas en la espalda. Esas putas palmaditas tuvieron el efecto inmediato de desinflar todo lo que antes se había inflado en mí. La mujer fue hasta el armario, descolgó mi abrigo y con el brazo estirado, me lo dio.
- Muchas gracias, eres muy bueno dando masajes, peruanito —dijo antes de cerrarme la puerta en la cara.
Eso fue todo. En el pasillo me cerré los botones de la camisa, me ajusté la correa. Pasé por la recepción del hotel con las orejas rojas y las manos grasosas. Juro que la bruja de la recepción se reía.
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