Por: Luis Augusto Quimper.
Ilustración: Fernanda Vegas
Texto:
Lima, abril de …
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Una mujer que pretendía trasladar droga a Europa fue capturada por agentes de la Dirección Antidrogas en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, en el Callao , Lima. La joven ciudadana holandesa fue intervenida en el counter del terminal aéreo desde donde fue conducida a una oficina de la Dirandro para realizar la inspección de su equipaje. Los policías le detectaron 5 kilos con 829 gramos entre sus prendas de vestir, distribuidos en 12 frascos que tenían un peso mayor a lo normal para su tamaño. Los envases tenían la presentación de lociones para el cuerpo, perfume, gel, champú, reacondicionador, desodorante, crema para manos, crema corporal, pasta dental y otros. En esta lucha contra el narcotráfico, los perros son importantes aliados para el hallazgo de la droga. Por eso son continuamente adiestrados por sus guías.
A mí no me gustan los perros. Antes, cuando era chica, cuando vivía en Europa, sí me gustaban; ahora no, ahora me ponen mal. Da igual que hayan pasado veinte años, veo uno cerca y me viene todo otra vez a la cabeza, especialmente si son grandes, especialmente si tienen el pelo de ese color caramelo. «Deshazte de los perros, por favor», fue lo primero que le pedí a Peter cuando me trajo a vivir a Sullana. A él sí le gustaban los perros, tenía dos, dos dóberman, los llevaba a todas partes en su camioneta, se sentía bien dándoles órdenes, metiéndole miedo a la gente; así era él, pero igual hizo lo que le pedí. Yo comencé a consumir cocaína cuando tenía 16 años, pero no era una adicta, solo la consumía en las fiestas, en las reuniones que iba en Rotterdam con mis amigos; era una consumidora social; así se dice: “consumidora social”. O sea que no fue por eso por lo que lo hice, no; lo hice por dinero. En Holanda, en esa época, veíamos a Perú como algo lejano, un lugar donde no se respetaban las leyes, donde te podías ganar 15.000 o 20.000 dólares en un par de días, sin que te pasara nada. Eso me hicieron creer a mí. En el aeropuerto de Lima mi primera maleta pasó los rayos X sin problema, la segunda la pusieron tres veces: pasaba y la volvían a poner en la faja. Estoy segura que no vieron nada, era imposible que vieran algo, especialmente con esas máquinas que tenían antes. Lo hicieron para ver cómo reaccionaba yo: Los policías me miraban a mí, no a la maleta ni a la pantalla. Después, en mi cabeza, volví a ese momento un millón de veces. No creo que el perro haya olido algo tampoco, todo estaba bien cerrado y empacado. Lo que me fregó fue el pánico; estoy segura de eso. La policía los entrena para que ladren, husmeen, rasquen las maletas que ellos les indican. Ven a una chica sola entrar al aeropuerto, y cuando se pone en la cola de la aerolínea le hacen una seña al animal para ver si la mujer se pone nerviosa. Me enteré de eso en la cárcel. El perro daba vueltas sobre mis cosas, la gente me miraba, me puse a temblar, no soy cínica, me pongo roja muy rápido. Para llevar droga en tu maleta hay que tener la cara dura, la sangre fría. Yo era una chiquilla, una chiquilla tonta de 18 años: “La burrier holandesa”. “La joven burrier holandesa” dijeron en los periódicos. Burrier: Detesto esa palabra; “camello” también. No soy un animal, soy un ser humano, sufro, me equivoco como todo el mundo. Pero los periodistas son malas personas. Cuando los policías encontraron los frascos en mi maleta yo les di la boleta de venta de Plaza Vea que me había dado el hombre en el hotel: «Los compré aquí» les dije. Se rieron, se burlaron de mí. Fui una estúpida, una ingenua. No sé cómo pude creerle a este tipo. «Con esto estás cubierta en el improbable caso te pregunte la policía» me dijo. “El improbable caso”, esas fueron las palabras que usó. Cómo se puede ser tan estúpida a esa edad, tan ridícula.
Al principio, en Sullana, la gente me paraba en la calle, en el mercado, en todas partes: me habían visto en la televisión, me felicitaban. Sí, me felicitaban por lo del concurso, por haber sido Reyna de belleza del Penal de mujeres de Santa Mónica de Chorrillos: Miss Santa Mónica. Era tan diferente Sullana a Rotterdam: un punto verde en medio del desierto, verde de campos de arroz, de cocoteros, de algarrobos; el rio de agua marrón; la gente siempre en la calle, gente de piel oscura, de pelo duro y grasoso; el sol todo el año; motos por todas partes; ruido por todas partes. Nunca me imaginé que pasaría 20 años aquí. Mi suegra siempre contaba que cuando vieron el reportaje del concurso de belleza en la televisión Peter dijo: «Yo me caso con ella, por mi madrecita que sí». Y así fue. Me impresionó desde la primera vez que vino a visitarme a la cárcel, tan seguro de sí mismo, tan diferente a los novios que yo había tenido antes. Tomaba decisiones, me decía lo que tenía que hacer; al abogado también. «Voy a venir a verte seguido —dijo—; voy a sacarte de aquí». Mi familia en Holanda se desentendió de mí cuando me agarraron, no me ayudaron. «Estamos hartos de tus cosas» dijeron. Mi madre nunca me perdonó. Peter sí me ayudó, cumplió con lo que dijo: buscó otro abogado, uno bueno —él le pagó— y viajó a Lima a verme dos veces al mes; me traía papel higiénico cada vez que venía, champú, pollo a la brasa con papas fritas, anticuchos para mí y mis amigas. «¿Cuándo viene tu piuranito, gringa?» me preguntaban ellas. Peter sabía cómo funcionan las cosas en las cárceles del Perú. Él también había estado allí, en la cárcel de Piura, menos tiempo que yo, sí, pero también pasó por eso. Salió con dinero él; yo salí con lo que tenía puesto cuando entré; con eso y con el vestido que hice con mis amigas del pabellón para el concurso. Lo confeccionamos en el taller del penal, las sandalias también. Todavía lo tengo, la corona, la banda también. Nos emborrachamos esa noche, fumamos, cantamos I Will survive varias veces. Esa canción me ayudó a ganar el concurso. La escogí bien: todas las de mi alero me hicieron el coro, aplaudieron, bailaron. Se identificaban con el tema, claro. Yo sé inglés, lo aprendí en el colegio, cantar también. Eso fue bonito, lo único bonito en los cuatro años que pasé allí encerrada. No voy a hablar de lo que Peter hizo, de por qué estuvo él en la cárcel, no es mi asunto. Cuando salí y vine a Sullana ya tenía su primer grifo, ese que está al otro lado del puente, en la carretera a Talara. Recién lo había comprado; después compró los otros dos; la discoteca también. Con eso, con la discoteca, le comenzó a ir mal. Yo salí embarazada de Claudia en la cárcel. Hacíamos el amor cada vez que Peter venía a verme. No la primera vez que vino, no, pero desde la tercera o cuarta vez sí. Yo necesitaba algo, alguien a quien aferrarme, alguien que me guiara, que me tranquilizara. Llené los papeles para pedir la autorización, para reservar un espacio en el patio en los días de visita. Tuve miedo que después de eso, después de la primera vez, digo, no volviera, que me dejara en la mierda como otros me habían dejado; pero no, él sí volvió y no dejó de venir a verme hasta que salí de allí. Era terco Peter. Consiguió que yo saliera un poco antes de tiempo; no mucho, es verdad, pero un día, o hasta unas pocas horas hacen una diferencia cuando vives con el miedo incrustado en el estómago. El médico venía una vez a la semana y se iba a las 4:00 PM; nos cobraba hasta los guantes que se ponía. Sí, tenías que tener plata para enfermarte en Santa Mónica; yo no tenía nada. Estar embarazada ayudó, nos dijo el abogado. Yo no quería que nuestra hija naciera en la cárcel, que comenzara su vida allí. Había varios bebes en Santa Mónica; los tenían en una guardería, solo se podían quedar hasta que cumplieran los tres añitos. Sufrían mucho las madres allí adentro. El día de visita, las chicas que teníamos pareja armábamos carpas en el patio de la prisión con las frazadas de nuestras camas, arrastrábamos los colchones a la cancha de voleibol. He leído en el periódico que ahora han hecho unas habitaciones para las visitas, “venusterios” se llaman. Cuando yo estaba allí no había eso. Parábamos las carpas una al costado de otra; sí, se escuchaba todo, claro, pero a quién le puede importar eso, la privacidad, cuando tienes la cabeza llena de cosas, llena de pájaros negros aleteando. «A ti te hicimos en una cancha de voleibol, junto a otras 50 parejas más» le digo a Claudia siempre. «Una orgía» decía Peter; nos reíamos los tres. Claudia nació aquí en Sullana: yo no podía salir del Perú en ese momento, tenía que ir a firmar cada semana a la comisaría. De todas maneras, yo había decidido quedarme con Peter, rehacer mi vida con él; no quería volver a Holanda de ninguna manera. A veces tengo miedo por ella, por mi hija, miedo de que se equivoque como yo me equivoqué. Lamentablemente, Peter ya no está aquí para ayudarme a protegerla, a protegerla de sí misma, a protegerla de sus 18 años.
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Sullana 18 de julio de …
El empresario sullanero Pedro Cuadrado fue encontrado sin vida en una habitación de la discoteca El Gato, de su propiedad, ubicada sobre la carretera Panamericana Norte. Fue el personal de seguridad de la discoteca quien llamó a la policía en horas de la madrugada, cuando encontró el cuerpo sin vida de Cuadrado. Hace veinte años, Pedro Cuadrado estuvo en el ojo de la tormenta cuando fue capturado y encarcelado como cerebro y ejecutor del desfalco de más de doscientas personas que creyeron en él e invirtieron en su empresa: Mutual del Chira. Las víctimas, que nunca recuperaron su inversión, le entregaron fuertes cantidades de dinero a cambio de extraordinarias ganancias que él les ofreció dar todas las semanas. Cuadrado les decía que invertía el dinero que recibía en la pesca, en una empresa de audiovisuales e, incluso, en una compañía de eventos. Al principio, cumplió con pagar los intereses, animando así a los estafados y a nuevos clientes a entregarle más dinero. Según señaló la SBS en su momento, la empresa no contaba con la autorización para captar dinero del público. Al cierre de esta edición no se conocían las causas del deceso.
Sí, yo misma empujé a mi propio padre al carajo, lo animé, le dije que dejara de quejarse y se decidiera de una vez por todas. Hasta lo acompañé a retirar la plata del banco y a depositarla en la mutual del delincuente. Eso me persigue hasta ahora. Trato de tranquilizar mi cabeza diciéndome, una y otra vez, que los bancos no pagaban nada entonces, que había que hacer algo con esa plata; me equivoqué, sí. Fuimos a la agencia principal, la que está frente a la Catedral de Piura, a cerrar la cuenta; después agarramos un comité a Sullana en la avenida Loreto. Pusimos los billetes en la mochila del colegio de Martín: Mi papy tenía miedo que nos asaltaran en el camino. Martín también fue con nosotros, era un churre entonces, pero recontra pilas, eso sí. Martin es mi hijo, lleva mi apellido, Rivera: No me dio la gana de ponerle el apellido de su padre. Martín adoraba a su abuelo, a mi papá, se adoraban esos dos, como si fueran padre e hijo. ¿De dónde sacó mi papy la idea de la mutual en Sullana?, ¿quién le metió eso en la cabeza? Uno de sus amigos, claro, uno de los viejitos cascarrabias con los que se reunía todas las tardes a tomar café con chifles en el Café Zelada. Se sentaban allí a solucionar los problemas de Piura, del Perú, a rajar de la gente, a mirarle el poto a las mujeres que pasaban por la avenida Grau. «Los bancos solo son buenos para cobrar comisiones: Pon tu dinero en una mutual y en un año tienes el doble» le dijo uno de ellos; no importa cuál porque ya no queda ninguno, todos se han ido yendo de a pocos. Mi Papy fue uno de los primeros. El ladrón de la pirámide lo mató. El “empresario sullanero” dicen en el periódico. Esos periodistas son cualquier cosa. Escuchen bien, imbéciles: ese no era un empresario, sino un delincuente, un delincuente común; igual que la burrier con la que se casó. Y eso no es una discoteca, sino un burdel, un antro de porquería. Entérense de una vez por todas, hagan bien su trabajo, carajo. Mi Padre pasó los últimos meses de su vida entre una cama del seguro social, y la de su departamentito de la Unidad Vecinal. ¿Por qué no escriben sobre eso, señores “profesionales de la información”? En cambio, el “empresario sullanero” murió tranquilo, después de una noche de putas, sin darle cuentas a nadie. ¿Es justo eso? En media hora estuvimos en Sullana; en el terminal de comités agarramos un mototaxi hasta el Parque —los sullaneros le dicen “Parque” a la Plaza de Armas—; allí estaba la oficina del delincuente. Nos relajamos cuando entregamos la plata y nos dieron un recibo firmado por un empleado, un papel sin sello ni logo ni nada, un papelito de porquería que no sirvió para nada cuando la cosa reventó. No nos asaltaron en el camino, sino en la agencia de la Mutual del Chira que, según los amigos de mi Papy, nos iba a pagar un montón de intereses. Mutual que, después nos enteramos, no tenía ni licencia para hacer lo que hacía. Solo en el Perú pasan cosas así. El miserable estaba allí, se acercó a saludarnos con el airecito de que nos estaba haciendo un favor. A mi Papy ni lo miró, a Martín menos, a mí sí: un cholón de metro y medio, un playboy de provincia con la camisa abierta y reloj bamba comprado en la frontera, solo le faltó la cadenita de oro al hijo de puta. Me saludó con beso y yo hecha la cojuda me sentí halagada. Asco es lo que siento ahora. Él sabía que nos estaba engañando, que nos estaba robando toda la liquidación de mi Papy, el dinero de todos los años que trabajó como administrador de TEPSA en el Óvalo Bolognesi. Lo sabía, digo, porque no pasaron ni dos semanas y reventó el asunto. Salió en los periódicos, en la radio. La “estafa de la pirámide” dijeron. El “empresario sullanero” estaba “no habido”; “fugado”; “buscado por la justicia”. Los que entraron primero recuperaron su dinero, ganaron bastante; los que metieron plata al final perdieron todo. Mi Papy debió de ser uno de los últimos, o el último de todos. No solo perdió toda su plata, sino su salud también. El maldito estuvo fugado un par de semanas, decían que se había ido a Ecuador, que se había escapado por la frontera de Macará, que ya estaba en Estados Unidos; pero al poco tiempo, así como de la nada, lo encontraron tomando cerveza en una cevichería en el mercado de Tumbes, relajado, comiendo un arrocito con conchas negras con sus patas: “Aquí no pasa nada, gente linda del Perú”. Lo tenía todo bien arreglado: La policía quedó bien porque lo atrapó en un “operativo especial” y lo metió en la cárcel. Pero después de unos de meses, cuando ya se hablaba menos del asunto en los periódicos, salió. Salió y se quedó con todo el billete que se había robado, le pagó a la policía, a los periodistas, puso sus negocios, se hizo “respetable”. Encima, se casó con una gringa, una burrier, veinte años más joven que él, una traficante de drogas holandesa, tetona y dientona como una foca. En Sullana la holandesa se recicló, se convirtió en celebridad, la invitaban a eventos, le hacían agasajos. Sí, la realidad superó a la ficción, la dejó como una zapatilla vieja.
Nunca recuperamos nada, nos desgastamos en una asociación de damnificados, gastamos lo que no teníamos en un abogado igual de sinvergüenza. «Con esta platita vamos a mandar a Martín a un colegio privado, y después a la Universidad; que estudie para ingeniero» decía mi Papy. Se me salen las lágrimas cuando cuento eso. Martín tuvo que seguir en el San Miguel, y de la Universidad lo sacaron porque no pasó un curso. Yo no puedo pagar un profesor particular como hacen otros; la cafetería de TEPSA da con las justas para vivir. Ahora Martín se quiere ir a Europa, es lo mejor que puede hacer, yo misma, con el dolor de mi corazón, se lo he dicho, «Anda a buscar a tu padre; que te ayude él por una vez en su vida». Ese es otro miserable: Cuando yo salí embarazada se largó a Europa, a Alemania. «Chola, apenas me instale, apenas encuentre trabajo, mando por ti y nuestro hijo» me prometió. Eso fue hace 25 años. Hasta ahora sigo esperando. «Lo único que me jode de la noticia es no haberle sacado la mierda a golpes» dijo Martín cuando le leí el periódico.
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Yo me llamo Claudia, Claudia Cuadrado, tengo diez y nueve años, soy de Sullana. A Martín Rivera, Riverita, lo conocí en Piura, en la academia preuniversitaria, nos hicimos amigos por el Bicho. Corrijo: yo lo consideraba un amigo; está claro que él no: uno no le hace a un amigo lo que él me ha hecho a mí. Riverita llevaba al Bicho a la academia, yo le daba agua en los intermedios, las sobras del almuerzo, de la comida que me daban en la pensión. Yo tomaba pensión en la casa de una señora, cerca del parque de Santa Isabel. Nunca tuve perro; a mi madre no le gustan los perros. Riverita amarraba al Bicho afuera de la academia, en la reja del patio. Johny le prohibió meterlo a las clases. El perro se echaba a esperarlo en la sombra, se paraba cuando sonaba el timbre, sabía que veníamos a verlo. Johny no quería que nos distrajéramos con el animal. Tenía razón: teníamos que prepararnos para el examen de ingreso a la Universidad. Nunca he estudiado tanto en toda mi vida. Johny es el director de la academia, el dueño, en realidad. También enseña Historia y Geografía. Para él, mientras más alumnos de su academia ingresen mejor, obvio. Al día siguiente del examen de ingreso, saca un aviso en el periódico con los nombres de los que han sido aceptados. Además de los nombres, también pone fotos tamaño carnet, la típica foto en blanco y negro en uniforme de colegio, pero solo de los que entran en los primeros puestos, en los veinte primeros puestos; de los demás solo pone su nombre. Así se hace publicidad para el siguiente año. «Tendrías que poner otras fotos, Johny, invertir un poquito en eso» le dije yo. Yo soy así, no me callo nada.
A Luciano también le gustaba hacer skateboard. Las primeras semanas de la academia, cuando aún no teníamos que estudiar tanto, íbamos a practicar a la plataforma deportiva de la Unidad Vecinal. Yo vivo allí, en la Unidad Vecinal, con mi viejita, en el departamento que nos dejó mi Abue. Mis patas de antes estaban allí cuando íbamos a practicar. En realidad, siempre están allí ellos: se pasan las tardes, las noches, los años en la puerta de la Celi. La Celi es una bodeguita que está cerca del tanque de agua, al costado de la plataforma deportiva. Corre de todo allí. A ellos, a mis patas, los conozco del colegio también, de hacer cosas juntos toda la vida. Nos llamaban cuando íbamos con los skateboards, nos ofrecían trago, hierba también, jodían a Luciano, llamaban al Bicho. Fueron ellos los que le pusieron Bicho, fue por esa canción de los Fabulosos Cadillac que estaba de moda cuando me lo regalaron. «Te has vuelto serio, Riverita —gritaban—, un buen chico, un buen ciudadano». Se burlaban de mí. «Tengo que estudiar, muchachos» les respondía yo. Por eso cambiamos y comenzamos a ir al parque Miguel Cortez, que también tenía una plataforma y no está muy lejos de allí. Yo no quería pasarme el resto de mi vida debajo de ese tanque de agua tomando chatas de ron con limón, metiéndome cosas a la cabeza, hablando siempre de lo mismo, haciendo planes que nunca pasaban, peleándome un día sí y uno no. Se lo había prometido a mi viejita, se lo debía a mi Abue. Después también dejamos de ir al parque, no teníamos tiempo, teníamos que estudiar. Por eso y porque comenzó a llover y se jodió todo. Fue por Luciano que me hice amigo de Juanvi, que conocí a Claudia Cuadrado, la Jirafa con tetas.
Yo no sabía nada del abuelo de Riverita, del billete que, según él, mi padre le robó. Nunca dijo nada de eso, se lo tenía bien guardado. Fue Luciano el que me lo contó cuando vino con Juanvi a visitarme a este lugar. Yo no me siento culpable por algo que pasó hace más de veinte años, no puedo sentirme culpable, ni siquiera había nacido, no fui yo quien fregó a su abuelo, a su madre. Uno no tiene que responder por las cosas que hacen sus padres, o sus antepasados, pedir disculpas por ellos. Sí, mi padre se equivocó, se equivocó y pagó por eso. Y además, devolvió el dinero. Si llegó o no a los parientes de Riverita es otra historia, no es mi problema. Riverita acabó el colegio en el San Miguel, era cuatro o cinco promociones mayor que nosotros. No había otros estudiantes del San Miguel en la academia, en la Universidad tampoco, obvio. Las chicas de Piura le tienen miedo a los del San Miguel: «Son unos maleados —dicen—, nos meten la mano al culo, nos dicen cosas, siempre andan en grupo, siempre se pelean». Riverita amenazó al veterinario que vino a cobrarle la consulta por el Bicho, lo agarró de la camisa, lo insultó horrible, lo samaqueó en la puerta de la academia delante de todo el mundo; Luciano lo agarró, lo calmó. Riverita solo le hacía caso a Luciano. Hizo lo mismo con un profesor de la Universidad. Perdón: con un “catedrático”. ¡Qué ridícula es la gente!
Llovió todos los días en Piura ese verano, el agua se empozaba por todas partes, el calor no dejaba dormir; los grillos tampoco, chillaban toda la noche. Lluvia de mierda: un Caterpillar cortó el parque Miguel Cortez para desaguar el agua podrida de la avenida Los Cocos, del Club Grau; aparecieron sapos por todas lados; sudábamos todo el tiempo; la carretera Panamericana se rompió en varias partes; no había gasolina, azúcar tampoco. Han pasado dos años y todavía no arreglan nada. Cuando llovía, sonaba tanto el techo de calamina de la academia que teníamos que esperar a que parara, o bajara un poco, para terminar lo que tocaba estudiar ese día. Tuvimos que comenzar las clases una hora más temprano: en las mañanas no llovía. Había que cumplir con el programa de estudios, sí o sí. «La Universidad no va cambiar la fecha del examen de ingreso por las lluvias» nos decía Johny cuando nos quejábamos. El Bicho se comió un sapo, le agarró fiebre, casi se muere, lo llevé al veterinario. Fue Claudia la que me acompañó, me prestó la plata para pagar la consulta. A ella le gustaba mucho el Bicho. A Juanvi no tanto, no lo trataba mal, no, pero no lo empelotaba como hacía todo el mundo, lo ignoraba, mejor dicho. Estaba un poco celoso del Bicho; de mí también. Fue la misma Claudia quien me lo dijo.
Yo hubiera querido tener diez centímetros menos de talla. Sí, menos, digo, no más. Los chicos de Sullana son todos chatos, chatos y acomplejados. Yo me ponía solo sandalias sin tacos para ir a las fiestas, pero siempre me quedaba sentada, nadie me sacaba a bailar: les daba vergüenza bailar con una mujer más alta que ellos, no tienen personalidad. “La Jirafier” me decían a mis espaldas. Hubiera querido tener menos pecho también, y un poco más de culo; pasar un poco de aquí para allá. Algún día lo haré, cuando esté lejos de este país, cuando nadie se meta en mi vida, cuando nadie me ponga apodos. Salí a mi madre en esas cosas, en las tetas y en la talla, digo, los dientes también los saqué a ella, los labios. El pelo, la piel me vienen del lado de Peter, obvio. Yo no quiero tener un enamorado, un esposo más bajo que yo, ni mucho mayor que yo tampoco; o sea que no sea ni enano ni viejo. Una no puede andar por la calle sintiendo vergüenza de lo que lleva de la mano; ¿no? Sí, a mi madre no le importó eso, pero mi madre es mi madre y yo soy yo. A Juanvi lo conocía un poco de los veranos en Colán; no éramos amigos, pero lo había visto en las tiendas, en los Luaus, en el Club Náutico. Andaba con el grupo de los piuranos, claro. Juanvi sí es más alto que yo, tiene su buena casa, su buen apellido; Riverita no. Nos hicimos amigos en Sullana, Juanvi y yo, quiero decir, en la kermesse del Santa Úrsula. Al principio, cuando estaba en primaria, las monjas no quisieron recibirme en su colegio; por la historia de mi madre, claro. No lo dijeron así, pero era obvio que fue por eso. Peter fue a hablar con ellas. «Con plata se arregla todo en este país» le dijo a mi madre cuando regresó. Decía siempre lo mismo Peter. Las monjas nos obligaron a ponernos el uniforme de deporte del colegio para la kermesse, nos prohibieron arreglarnos. Ya estábamos en quinto año y no podíamos maquillarnos, vestirnos como quisiéramos. «No somos novicias, sister», le decía yo a la Directora. Pero son unas cucufatas esas, no saben ver más allá de sus narizotas; por algo son monjas, pues. A mí y a Cristina nos dieron la tómbola del cuy. Lo hicieron por fregarme, yo no les caía bien, yo era la “novicia rebelde”. Juanvi vino a jugar allí, a la tómbola del cuy, y comenzamos a conversar. Cristina es mi mejor amiga. Aclaro: era mi mejor amiga. Su papá fue alcalde de Sullana, Peter tenía negocios con él, hicimos todo el colegio juntas. Cristina parece más holandesa que yo. “La Gorda y la Flaca” nos dicen en Sullana. La gente en Sullana es una mierda, siempre fregando, siempre poniendo nombres a las personas, siempre burlándose. Nunca ha tenido enamorado ella: «Tienes que desahuevarte un poco, Cristi —le decía yo siempre—, vestirte un poquito más sexi, amiga, conversar más, tenemos que ir al gimnasio juntas también». Tiene una cara preciosa ella, eso sí, pero siempre está con bloqueador, con sombrero, con ropa bombacha. Yo la quiero mucho, pero parece una carpa con piernas. ¿Qué habrá adentro de esa cabeza? A los hombres no les gusta la piel así, tan sin gracia. Después de la kermesse, Juanvi comenzó a ir a Sullana todos los sábados. Casi siempre iba con Luciano; Rafo los acompañaba a veces. Iban en bus o comité. La mamá de Juanvi no le prestaba el carro para ir a verme, no le gustaba que su hijo fuera a Sullana: «Las sullaneras tienen algo, despiden un vapor, un vaho que vuelve tontos a los hombres» le dijo. Me lo contó él mismo. Muy graciosa la señora, yo nunca le caí bien, nunca me quiso para su “hijito”. Me imagino lo que dirá ahora, me odiará más que nunca. Regresaban tarde a Piura, ya no había comités a esa hora, tenían que esperar los buses que venían de Tumbes o Talara, pasaban de madrugada, paraban a la salida del puente. En la fiesta por el aniversario de Sullana, Luciano tuvo que saltar un muro y salir corriendo por el río, por allí por donde la gente tira la basura, por allí por donde orinan los borrachos: los hermanos de Cristina lo querían agarrar. Unos salvajes son esos, trogloditas, especialmente cuando están borrachos, se alucinan muy machos porque andan con pistola. Así son las cosas en mi tierra —“La perla del Chira”—, por eso me fui. Yo no tengo hermanos (bueno, ahora tengo uno, un medio hermano, pero ese no cuenta), pero tenía un padre que hacía por cinco hermanos celosos. Peter no dejaba que Juanvi viniera a visitarme a la casa, teníamos que vernos en las fiestas, en el Parque. Yo llevaba mi ropa en una mochila, el estuche de maquillaje también. Ahora lo extraño, a Peter, digo, pero a él no le gustaba verme arreglada ni en falda; se ponía como loco cuando me amarraba los polos a la cintura. «Una tiene que mostrar lo que Dios le ha dado, Peter», le decía yo, pero él era peor que las monjas. Mi madre no se atrevía a contradecirlo, hacía todo lo que él quería. Una mujer tan grande sometida por un hombre al que le llevaba una cabeza: el mundo al revés, sí.
El Bicho me lo regaló un ahijado de mi Abue cuando acabé el colegio, hace cuatro años. A mi Abue lo jodió el padre de Claudia: Pedro Cuadrado, el “empresario sullanero”. Se enfermó por la culpa de él. Es verdad eso. Lo que no es verdad es lo que anda diciendo Juanvi, lo que anda diciendo todo el mundo: yo no odio a Claudia, yo no organicé la cosa para vengarme de su viejo. ¿Cómo podría haber organizado yo una cosa así? Sí, no me gustaba mucho parar con ella, me sentía como una mierda a veces, pero yo no iba a joder a mi gente, a Luciano, a Juanvi por joderla a ella, por vengar a mi Abue. Lealtad. ¿Lealtad a quién?. ¿A quién le debía lealtad yo, carajo? Luciano me ayudó a entrar a la Universidad; Juanvi me apoyó cuando me botaron. Eran mis patas ellos; son mis patas. Yo estudiaba con Luciano, él me explicaba, revisábamos los exámenes tipo de años anteriores, practicábamos los ejercicios. Me había olvidado de muchas cosas yo; Luciano tenía paciencia; me jodía —es jodido él, «Eres una bestia, Steve»—; se reía de mí, pero me explicaba las cosas hasta que yo entendía. Nos metimos una buena cuando ingresamos: comenzamos en la Mocarro —una cevichería que está por el Cuartel Grau—, terminamos de madrugada comiendo mondonguito en el camal. Luciano vomitó allí, yo lo acompañé a su casa, ayudé a su papá a meterlo en la ducha. «La hiciste, Steve, la hiciste». Estaba contento por mí. Me decía así: “Steve”, por el pata que canta en Journey. «Te pareces a Steve Perry, Riverita, Steve Perry chato». Ingresé a la Universidad, pero no duré mucho tiempo allí; me jodió el chiclayano barrigón que enseñaba Física. De Marzi, el “catedrático”. No era mucho mayor que nosotros, pero teníamos que hablarle de usted. «¿Para qué le sirve a un empresario saber cuánto se demora un puto tren en ir del punto A al punto B; o a qué hora se va a llenar una piscina de agua?, dime, ¿para qué?», lo cuadré cuando me dijeron que ya no podía seguir. «Si te veo por la calle te saco la mierda, te tiro al Bicho», lo amenacé. Los de seguridad me sacaron en peso, me prohibieron la entrada al campus de por vida. Soy un bicho, un Mal Bicho. «Tanto esfuerzo para nada, Luciano». «Tranquilo, Steve, tranquilo».
A mí no me botaron de la Universidad, no; yo me fui sola, dejé de ir a las clases porque me harté de hacer cosas para complacer a otras personas, me harté de todo, tenía otros planes para mi vida; tengo otros planes para mi vida. Sullana me había quedado chica, me fui a Piura por eso; pero Piura es la misma cosa, es más grande, hay más gente, sí, pero la mentalidad es igual de pequeña, una aldea también, una aldea con dos clubs, dos universidades, pero una aldea. No me iba a quedar allí tampoco, por eso me puse a trabajar en la agencia de viajes, por eso abrí una cuenta en el banco, por eso me fui a Lima a tramitar mi pasaporte holandés. Mis padres no lo sabían, creían que yo seguía estudiando, que iba a ser una Administradora de Empresas, que iba a regresar a Sullana a trabajar en los “negocios de la familia”. Mandaban el billete para la mensualidad de la Universidad, para pagar la pensión de Santa Isabel, para mis gastos. Yo compraba dólares con esa plata. Sí, claro, se los iba a decir en algún momento, antes de irme a Europa, a Holanda: a Sullana ya no regreso, Peter, te voy a devolver el dinero tan pronto encuentre trabajo, pero no regreso, que en tus negocios, en tus grifos, en tu discoteca de viejos verdes te ayude tu hijito cuando crezca, mi hermano, mi medio hermano, mejor dicho. No lo conozco, no lo quiero conocer tampoco, pero existe, respira. Todo el mundo en Sullana sabe que existe. Le comenzó a ir mal en los negocios a Peter, con mi mamá también, por lo de la discoteca, por la chibola esa. La sacó del grifo, le puso una casa de dos pisos, un puestito de ropa en el mercado. Mi mamá también lo sabía: «La querida de tu padre» decía como si hablara del clima. “Querida” es una palabra horrible. Por eso también me quise ir de Sullana, de Piura, del Perú, para no convertirme en mi madre. «Vas a tener un hermanito, hijita, pero no de tu madre» me dijo un día. «¿Qué te pasa, Peter, ubícate, por favor?». Se me cayó horrible mi propio padre. Un hombre tan respondón, tan jefecito poniendo esa cara, esa vocecita, me dio asco, me dio vergüenza. «La chica está enamorada, Clau». ¡Qué tontos pueden llegar a ser los hombre! Triste que esa sea la imagen que me ha quedado de él. Me imagino todo lo que deben estar diciendo ahora en Sullana de mí, de mi madre: “la historia se repite”; “de tal palo tal astilla”; “cayó la próxima Miss Santa Mónica”. Se van a poner felices si me trasladan a Lima, al penal de Santa Mónica. Gente de mierda, periodistas de mierda, ya lo dije antes, se alegran con las desgracias de los otros. Pero yo no les voy a dar el gusto, eso no va a pasar. Ni siquiera Cristina ha venido a verme, después de todo lo que yo hice por ella. Mi madre está vendiendo la casa, los negocios que tenía Peter. Aclaro: los negocios que aún no se ha alzado la “querida” de Peter, la “querida” de Peter y su familita de prontuariados. Se les apareció la Virgen a esos. Esta situación le ha abierto los ojos a mi madre: nos vamos tan pronto se aclare este rollo, nos largamos de este país. Lástima que ya no esté mi padre, él podría haber aclarado este asunto al toque.
Solo pasó una vez. Yo le decía que no viniera, que estaba ocupado: no quería que la gente me viera con ella, que se enterara mi madre; Juanvi tampoco. Fue en Médano, hacía calor, no había gente, compré un par de cervezas, pusimos música, le agarré las tetas, las tetazas, se las chupé en el cambiador. Siempre andaba con los polos apretados ella, o con los últimos botones de las blusas desabotonados; siempre bien pintada. “Nació maquillada”; “es una calienta huevos” dice la gente en Piura. “La pantaloncitos calientes”, también la llaman así. No podía joder a mi pata con su flaca, menos aún en su propia galería; en ninguna parte, en realidad. Lealtad, ya lo dije antes. Juanvi me había apoyado con el local en su galería: en Piura no había una tienda, una boutique que vendiera ese tipo de polos, de ropas de baño, de pareos, de toallas. «Acá la gente va a la playa todo el año, Juanvi, no hay pierde; hasta tengo el nombre ya». Le puse Médano a la boutique. Yo no me iba a quedar trabajando con mi viejita en la cafetería de TEPSA toda la vida, allí hay trabajo solo para ella, plata para una sola persona también. Uno no tiene que tener un título de Administrador de Empresas para poner su propio bussiness, para ahorrar billete, para hacer realidad sus planes. Yo tengo planes… tenía planes, mejor dicho. Juanvi convenció a su viejita para que me alquilara el local a precio huevo, para que no tuviera que dejar el depósito de la garantía tampoco. La galería está en la bajada del Puente Viejo, en la calle Huancavelica. Toda la gente que va y viene de Castilla pasa por allí. Antes había un terreno que usaban como estacionamiento; la viejita de Juanvi lo compró y construyó la galería: alquilaba las tienditas por semana. Es buena para los negocios la señora, le compró la chacra de Catacaos a Juanvi; puso el primer supermercado de Piura también. Le dije a mi madre que fuera a recoger la mercadería que quedó allí, en Médano, pero Juanvi ha cambiado la llave de la puerta, no la dejó entrar. «Me quedo con las cosas, señora —le dijo—. Para cobrarme el alquiler que me debe su hijo, las facturas de electricidad que no pagó». Está molesto Juanvi, lo entiendo. Mi madre también: «¿Cómo has podido, Martín, cómo?; hacerle algo así a tu propia madre, a tus amigos». «No sé, mamá, no sé nada, Abue». Tampoco le quiso entregar al Bicho, lo tiene en la chacra, eso me jode más que la ropa: el Bicho no está acostumbrado al campo. Cuando salga de acá lo voy a recuperar, se lo voy a dar Luciano antes de largarme de este país.
A mí nadie me ayudó, nadie me recomendó, no fue un tarjetazo como dicen acá: yo sola conseguí el trabajo en la agencia de viajes. A mí me encanta viajar. No era difícil ese trabajo de vender pasajes, me gustaba también; además, la señora Chabuca es un amor de gente, estaba feliz conmigo. Obvio: yo aprendo rápido las cosas, los clientes me adoraban. Tenía una entrada de dinero adicional, y tiempo libre para mí. La galería de la mamá de Juanvi está a la vuelta de la agencia de viajes. A Riverita lo veía todos los días, iba a saludar al Bicho a la hora del refrigerio, a pasearlo por el malecón; a veces me quedaba en Médano cuando él tenía que salir a hacer sus cosas. “Sus cosas”. No sabía yo qué eran “sus cosas”. Yo conocía los precios, pero no venía mucha gente a comprar tampoco. Me preguntaba cómo sobrevivía Riverita vendiendo un par de toallas a la semana. Ahora ya lo sé. Le debía plata a Juanvi, le debía plata a Luciano, le debía plata a todo el mundo. Cuando venían a cobrarle nos íbamos a hacer skateboard a la Plaza de Armas, a tomar cremoladas al Chalan, al costado del Cine Sol. A Juanvi no le gustaba mucho que yo estuviera con Riverita en Médano cuando él estaba en la Universidad, o estudiando; no le gustaba nada, en realidad, se ponía celoso, me exigía cosas. «La última persona con la que yo te engañaría es con Riverita, mi amor, tú me conoces» le decía yo para tranquilizarlo; y era verdad eso: un hombre una cabeza más bajo que yo, medio desproporcionado además no me atraía para nada. Ser sociable no significa ser suelta de huesos, le explicaba yo a Juanvi, lo calmaba. «La mujer del César no solo tiene que serlo, sino también parecerlo, Claudia». «Ya pues, mi amor, no te pongas pesadito con tus jueguitos de palabras otra vez».
“Mi camper” decía Juanvi, pero la verdad que más que un camper era un huevo de madera con dos ventanas, una mesa y un par de bancas: una mierda de camper. Lo paseó por el centro de Piura cuando estuvo listo, se dio una vuelta por la Plaza de Armas, lo cuadró al frente de la galería. ¿Para qué? Así es él, necesita público todo el tiempo, pateros que le hagan olas. Igual que su flaca, igual que la metralleta verbal, igual que la jirafa con tetas. Fue por “mi camper” que se jodió todo, que mis planes se fueron al carajo. Alguien se lo regaló a su viejita, o ella lo agarró para cobrarse un billete que le debían; no sé, no me acuerdo, no importa eso. No era nuevo, tampoco muy grande. Lo recogimos en un taller mecánico en el tablazo de Paita. Había un sol de mierda ese día, viento, la arena se nos metía a los ojos. Juanvi me pidió que lo acompañara, que lo ayudara; a Luciano y Rafo también. Tenía miedo que el dueño se pusiera pesado, nos dijo, pero eso no pasó; al contrario: el tipo estaba feliz de que nos lleváramos ese gallinero con ruedas de su taller. El papá de Rafo tiene un Dodge 300, Rafo lo maneja desde que tenía 14 años, lo arregla él mismo, su vacilón es cambiarle el aceite al camión, siempre tiene grasa debajo de las uñas Rafo, su viejo se ahorra billete en mecánicos. Rafo —“Rafo manos de alicates” le decimos— sacó las dos ruedas del camper, las llevó a un grifo y las volvió a instalar; también arregló el enganche que estaba oxidado, hizo funcionar las luces de freno. Compramos cerveza y botamos las gallinas del dueño del taller que se habían instalado adentro, las agarramos a patadas, después baldeamos la mierda y las plumas que se habían pegosteado en el piso. En Piura Juanvi hizo tapizar las bancas, cambió la mesa y el tanque de agua, le instaló una hornilla a gas, un WC que encargó a Lima. Se gastó su billete en eso, pero Juanvi tiene plata; no tenía necesidad de meterse en huevadas… como yo. Nació parado. «En Año Nuevo lo inauguramos en la playa, en Punta Sal, muchachos; vamos a rayar allá».
«Primero nos calmamos un poco, chicos —dije yo— y después nos vamos a Marcavelica, al otro lado del rio; conozco un lugar donde venden pipas de coco heladitas; el dueño es mi amigo. Limpiamos el piso y todo el mundo happy». La cosa comenzó mal y terminó mal: El Bicho vomitó en el camper, ensució el tapiz nuevecito; nos dimos cuenta cuando paramos en Sullana a recoger a Cristina y abrimos la puerta para meter sus cosas. Olía a mierda, había moscas. También se había cagado. Una pena porque había quedado precioso el camper.
- Perro de mierda, te dije que no lo metieras allí; ¿no? —gritó Juanvi— eres un huevón, Riverita.
- Se ha mareado, Juanvi; lo pusimos allí para que cuide las cosas —dijo Riverita, pero no se disculpó ni nada.
Metimos pisco por la boca de las pipas y tomamos el “preparado” con cañitas. Idea de Luciano, claro. Pusimos música, compramos chifles, sacamos cerveza del cooler. Hecha la imbécil ayudé a Riverita a limpiar el camper, le di agua al Bicho, lo pasamos a la tolva de la camioneta. «Qué comience el Año Nuevo, carajo» gritó Luciano y yo pensé que todo se había arreglado, que íbamos a pasar unos días excelentes en Punta Sal. A mí me encanta la playa, necesito sentir la arena blanca en mi piel, el agua de mar. Pero no, la pesadilla recién estaba por comenzar. ¿En qué momento puso Riverita el paquete en mi bolso? No lo sé, pero es un hecho que lo tenía planeado. Nunca me lo hubiera imaginado, se quiso vengar, se lo he dicho a mi abogado: Averigüe lo de la plata que perdió su abuelo por culpa de Peter. Fue hace veinte años, pero en alguna parte deben haber documentos que lo prueben. Fue venganza, no hay otra explicación. Yo no tengo que pagar por eso.
Allí en la tolva de la camioneta, encima del cooler, debajo de los dos kayaks, nos sentamos Luciano y yo. Las chicas se acomodaron en la cabina con Rafo y Juanvi. Les pasábamos cerveza por la ventana, pero, sano o borracho, Rafo siempre maneja despacio, “como tía”. Además de todos los pueblitos que teníamos que atravesar a 20 Km por hora por los rompemuelles de mierda, la carretera estaba cortada en todas las quebradas, había que agarrar desvíos de arena en medio del desierto, el camper pesaba, nos retrasaba, en las subidas era peor.
- Más rápido subimos caminado, carajo, no sé para qué hemos traído este camper de mierda —le dije a Luciano varias veces —; a esta velocidad vamos a recibir el Año Nuevo en la camioneta.
- Relájate, Steve, ¿cuál es el apuro, hermano?
No me podía relajar: A ese paso íbamos a llegar después de la media noche a la playa. La gente en Punta Sal me iba a matar, estaban esperándome allá; en Máncora también, yo había quedado con ellos, querían su “merca” esa noche, claro, no el año siguiente; el negocio se estaba yendo a la mierda. Ahora ella, Claudia, dice que no sabía nada, que yo la quise joder por lo de mi Abue, pero fue ella misma la que metió su parte del “paco” en su mochila. No confiaba en mí. Lo partimos en dos en Médano. Yo tenía los clientes, los contactos, yo iba a vender la coca, pero ella fue la que puso el billete para comprarla. Iba a recibir cinco veces lo que invirtió; en eso habíamos quedado. «Con eso completo mi pasaje, Riverita, la bolsa de viaje para instalarme en Rotterdam». Me hizo jurar que no le diría nada a Juanvi. «Yo se lo diré en su momento; tú sabes cómo es él; no abras la boca, por favor». Yo también tenía planes con lo que iba a sacar del bussiness. Mi viejo me estaba esperando en Múnich… me sigue esperando. No hay forma que yo supiera que la policía nos iba a parar en la carretera, en El Alto, justo antes de la bajada a Zorritos. Allí estaban cuadrados, parecía que nos estuvieran esperando. Fue por el camper de mierda ese. Ir con un camper a Punta Sal, a Máncora en Año Nuevo es buscar problemas, es hacer demasiada luz. Los “patucos” saben todo lo que se consume allá; revisaron hasta el último rincón del gallinero con ruedas. Los otros —Juanvi, Luciano, Rafo, la otra sullanera, la gorda— ya salieron: «Ellos no tienen nada que ver en el asunto, no saben nada»; fue lo primero que le dije a los policías. Lealtad. «Nos jodiste, Steve, nos jodiste bien». «Discúlpame, Luciano, brother; no era mi intención». La hija del “empresario sullanero”, sigue allí, sigue guardada, dicen que la van a enviar a Lima, a Santa Mónica. La policía la había visto conmigo en la galería; nos tenían en la mira, nos tenían pasteados a los dos desde hace un tiempo; por eso yo me iba a ir, me tenía que ir de Piura. Pero el plan salió mal. Yo no jodí a Claudia, se jodió ella sola. Es justicia, justicia divina.
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