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Otro peruano en Bélgica

Photo du rédacteur: lquimperlquimper

Dernière mise à jour : 14 nov. 2022

Por: Luis Augusto Quimper.


Ilustración: Ramses Davis.



Me despierta la luz de la lamparita de noche. Las 2:15 AM, hace un calor del carajo. «Van a entrar los zancudos, apaga la luz, Colorada», digo. Dorothée está sentada con las espaldas contra la pared (no tenemos cabecera de cama: hay otras prioridades en estos momentos). La miro, me mira: se jodió la noche, pensé. «Quiero regresar a Europa, Luciano, ya no puedo más acá», chutó, disparó, me despabiló de un solo mazazo; como si no existiera la palabra preámbulo, la estrategia de preparación del terreno, de la aproximación gradual al objetivo. «Necesito un vaso de agua», digo, me levanto, pero ella sigue: «Estoy harta de la tierra, del sol, de la gente, de la gente que se mete en mi vida todo el tiempo, siempre hablando, siempre criticando, ya no soporto las cucarachas, los mosquitos, el chillido de ese ventilador; ya no soporto Piura, Luciano». Llora. Estoy sofocado, necesito una ducha fría, pero no me atrevo a salir del cuarto, hay riesgo de histeria, zafarrancho de combate, orden de inmovilidad. «No quiero que nuestra hija crezca aquí, quiero otra cosa para ella». Miro las lucecitas del reloj en la mesita de noche, la miro a ella otra vez, a Dorothée, a mi esposa: le brillan los ojos, los ojos azules, el calor le pone los cachetes rosados, aún más rosados. «¿Por qué a esta hora, Colorada? Vamos a despertar a Isabelle». Isabelle es nuestra hija de dos años, duerme en el cuartito del costado, en su cunita, debajo de un mosquitero. Pienso en el Chato, en el Club, en el partido de mañana, mañana es sábado, mañana es el campeonato de frontón, tengo que dormir, descansar para estar fresco, carajo. «No podríamos hablar de eso mañana, por favor, Colorada?», pregunto con poca esperanza; con poca esperanza, digo, porque mi experiencia matrimonial, corta, pero intensa, me dice que ya hemos cruzado esa línea, esa línea que marca la diferencia entre una conversación y un monólogo, el monólogo de la vagina. «Mi familia nos va a apoyar, Luciano; podemos usar el departamento de Laurent, el que tiene arriba de su consultorio, tú lo conoces, nos lo mostró la última vez que estuvimos en Bélgica. Sería solo por un tiempo, hasta que encuentres un trabajo, hasta que nos instalemos. Tienes que mejorar el francés, Luciano, estudiarlo de verdad. Yo aprendí español por ti, ¿no?». Llora otra vez. No digo nada, pienso, solo pienso: si no hubiera estado esa noche en la playa, ese sábado en la noche en la bodega de las Camacho, si no la hubiera llevado al médano, si no me hubiera metido tanta cerveza a la cabeza quizá no me hubiera enamorado, quizá no estaría ahora hablando con una extranjera en la mitad de la noche, quizá aún no sería padre. A veces las cosas, la vida misma, se deciden en un par de horas, en unos cuantos minutos. Hasta ayer nomás mis planes se limitaban a saber a qué fiesta de 28 de julio íbamos a ir, en qué playa pasaríamos el próximo Año Nuevo. Vivía a corto plazo, no estaba en mi planes casarme, tener una hija, menos mudarme a otro país. Pero si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes, lo escuché en una película. Hasta ayer nomás también solo tenía una idea vaga de dónde estaba Bélgica; ahora tengo una esposa belga, una hija que dice sus primeras palabras en francés, comparto cama con una extranjera que no sabe pronunciar la erre; cama y olores; cama, olores y malos humores. El matrimonio es un intercambio de malos humores y malos olores. «Yo también puedo trabajar —sigue el monólogo—, no quiero ser una ama de casa, una ama de casa piurana que da vueltas al Country Club todas las mañanas, que va a la peluquería todas las semanas». Antes me hacía gracia, me daba ganas de abrazarla cuando pronunciaba la “r”, cuando decía “Peggrú”, “peluquerrría”. «Tu pasaporte belga está listo, Luciano; quiero que vengas con nosotras, por Isabelle, por mí también». Pasan las 3:00 AM, tengo que dormir, descansar para el partido de frontón. La miro otra vez: ¿No haríamos el amor? No, mejor no, con este calor ni provoca, la verdad.


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Alguien, un tipo que trabaja conmigo, me dijo que han contratado a un peruano en Operaciones, me dieron el nombre: Luciano. «Tienes que llamarlo, Max M, es tu compatriota» me dijo el sujeto. ¿Qué? ¿Por qué tendría yo que llamar al tal Luciano? ¿Dónde está escrito que yo esté obligado a contactar a alguien que no he visto en mi vida, que tenga que invitarlo a almorzar, ayudarlo a integrarse en este país solo porque nació a unos cuantos kilómetros de donde yo nací? No me jodas, hombre, emancípate de ese pensamiento tan ordinario, tan pedestre, tan trasnochado. ¿También tendría que, según tú, sentirme orgulloso, —sacar pecho, dicen los huachafos— de las ruinas de Machu Pichu; decir, por donde sea que vaya, que la gastronomía peruana, el cevichito, está entre las mejores del planeta; ponerle Pisco a mi perro; comprarme la camiseta “bicolor” para ver los partidos de la Selección peruana de fútbol? Me importa un carajo si el pisco sour es peruano o chileno o de Camerún; no me hace ni mejor ni peor si clasificamos al Mundial o no; o que Vargas Llosa tenga el mismo pasaporte que yo. ¿Dónde está el mérito… o la vergüenza? Dicho sea de paso, no tengo ni idea de dónde está mi pasaporte peruano, no lo uso, no lo necesito, está vencido. Sí, yo nací en Perú, en Lima, pero ahora soy belga, vivo en Bruselas, uso mi pasaporte belga cuando viajo. No es necesario explicar, espero, por qué un pasaporte belga es mejor que uno peruano, ¿no?


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A Laurent se le ponen los cachetes rosados cuando hace calor, cuando hace frío también; sí, igual que a su hermana. «En Piura tendría su jale tu hermano», le dije a Dorothée. «Cuando estuvo en la universidad tuvo dos o tres novias, morían por él —comentó ella—, pero después cambió». ¿Cambió?, ¿en qué cambió, Colorada? Laurent es el hermano de Dorothée. Sí, mi cuñado, pero yo prefiero decir “el hermano de Dorothée” que “mi cuñado”. No me gusta esa palabra, “cuñado”, señala un vínculo que no es un vínculo, un “mi”, una propiedad que no me interesa tener, que nadie me puede imponer. El hermano de Dorothée nos ayudó a instalarnos en Bélgica, nos prestó un departamentito de dos cuartos que tiene arriba de su consultorio. Es dentista Laurent. Hay que tener billete para ir al dentista en este país. Desde el bañito del departamentito se escucha la máquina esa, el taladro dental, haciendo mierda las muelas en el consultorio; la voz de la secretaria conversando con los pacientes, metiéndoles la yuca con la cuenta; tiene un ojo más grande que el otro la secretaria, un olor permanente a maquillaje, a jubilación. La música de fondo que Laurent pone en el consultorio también se escucha desde la ventanita del baño. Música clásica, siempre música clásica. Laurent es un fanático de la música clásica, un experto, tan experto es que cae pesado con el tema, aburre con su Pastoral de Beethoven, con su Réquiem de no sé quién, con su sonata en do mayor de a nadie le importa. Yo me desconecto, pienso en otra cosa cuando el hombre arranca con sus monólogos, con sus peroratas. Tengo experiencia, tres años de práctica en eso de desconectarme ante los monólogos. El consultorio de Laurent está cerca de la Place du Châtelain, la zona VIP de Bruselas, el Miguel Dasso de la capital de Europa. Hay restaurantes fichos; bares con terrazas, braseros y mantitas; galerías de arte; tiendas bio; tiendas de ropa; florerías; joyerías; también hay un parque con juegos para niños. Los miércoles por la tarde sacan los carros de la plaza, cierran los accesos y arman un mercadito al aire libre. Además de hacer las compras, también puedes comer algo allí, tomarte una cerveza, un vino, la comida te la sirven en platos descartables, hay que comer parado o caminando. El sitio se llena de gente, de cuerpos humanos bien vestidos en busca de algo que rompa su rutina, de alguien que los escuche, los vea, los admire… o compadezca. Si hace calor viene más gente: a los belgas les encanta ponerse al sol, se estiran en los parques como lagartijas en el desierto, no sudan, se ponen rojos, pero no sudan, no les molesta el sol. Vayan a Piura, entonces, carajo; allá sobra, nadie lo quiere, los piuranos estamos hasta las pelotas del sol, del calor. También hay polvo y mosquitos; lo digo por si les interesa.


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Sí, yo me llamo Max M, también soy peruano, también estoy casado con una belga. Igual que Luciano, el piurano, el provinciano que ha llegado a trabajar acá, al Banco. Muchos de los peruanos que viven acá, en Bélgica, han venido por una mujer, o por un hombre; los trajo el amor dicen los huachafos. No es mi caso: Yo no vine acá por una belga; tampoco por un belga, ni porque me estuviera muriendo de hambre en Lima; no, yo vine por otro motivo, dejé mi país, me fui, me largué, mejor dicho, por mis padres, no por Natacha. Natacha es mi esposa. «Natacha está saliendo de una relación difícil, conflictiva», me dijeron cuando la conocí en la Universidad Libre de Bruselas, en la ULB, hace un huevo de años. Yo estudiaba un Master allí, ella trabajaba como asistenta, como una simple asistenta administrativa, como secretaria dirían en Perú. Antes se decía “relación conflictiva”, ahora se dice “relación tóxica”. Natacha salía de una “relación tóxica”. La palabrita está de moda, hay conferencias sobre el tema. «La pobre no ha tenido suerte», agregó la persona que me la presentó. ¿Suerte? La suerte no tiene nada que ver en esto: todas las relaciones, tarde o temprano, te terminan envenenado, torturando, destruyendo, todas, sin excepción, son tóxicas. Pasión viene del latín padecer, o sea sufrir.


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Los miércoles Laurent recoge a Isabelle de la école maternelle y la lleva al mercado de Chatelain a comer una crêpe caramel beurre. Laurent es su padrino, le compra gomitas, sandalias, ganchitos, la lleva a jugar al parque. No tiene hijos Laurent, no está casado, es soltero, soltero maduro. «Para qué me voy a casar yo si todos mis amigos se divorcian, se pelean a muerte, se intoxican la vida mutuamente, se gastan un dineral en abogados —dice siempre—; mejor tener amigas que una esposa; que una exesposa, mejor dicho». Algo de razón tienes, compadrito. Laurent es doce años mayor que Dorothée, fue él el que la acompañó en la boda, el que me la entregó, el que me hizo el delivery en el altar de la Iglesia donde nos casamos. Se aman esos dos. También fue él el que habló durante la cena de la recepción. Antes de que sirvieran la comida, los mozos distribuyeron copias del Temple du solei entre las mesas de los invitados. El Temple du solei es un cuento de Tintín que pasa en Perú, en El Templo del sol. El hermano de Dorothée se paró, tintineó una copa con su cubierto, agarró micro, le gusta el micro al hombre. Figureti es la palabrita que usamos en Perú para esa gente. «Je demande la parole», dijo, y habló; pero no de la Flauta mágica de Mozart ni de la orquesta de Daniel Barenboim —se agradece, compadrito—, sino de Tintín. «Tintín, nuestro querido Tintín ­—dijo con el cuento en la mano— se llevó el oro del Perú, se lo trajo a Europa; ahora tú, Luciano, te llevas nuestro tesoro, te llevas a nuestra perla, a nuestra joya más preciada, a nuestra Dorothée». Un maestro de la labia, del floreo, ídolo de multitudes, lo digo de verdad. En realidad, Tintín no se llevó el oro del Perú, esos fueron los españoles, cuñadito (imposible evitar la palabrita), pero bueno, no era ese el momento de corregirlo, de malograrle el show, de joderle la película. Además, yo estaba un poco intimidado, apantallado, apantallado por la carroza en la puerta; los sombreros; el maestro de ceremonias; la cantidad de cubiertos, de copas en las mesas; la tabla de quesos, de postres. Ahuevado también se puede decir. En ese estado de ánimo me resulta jodido corregir a alguien, enmendarle la plana. «Tu cuñado es un estirado» me dijo un primo de Dorothée, uno que habla español, uno que le mete harto al vino, sobre todo si es gratis. Lo encontré en el baño, casi al final de la recepción, hablamos con nuestros respectivos miembros en la mano. «Nadie diría que le gusta andar en pelotas, que es un habitué de las playas nudistas, de la Baie des Cochons», se rio, se burló, mejor dicho. «¿Bahía de cochinos?», pregunté. «Googléalo, familia, te vas a sorprender».


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Mi madre me escribe por WhatsApp desde Lima. A mi madre le encanta escribir por WhatsApp, ojalá no tuviera teléfono mi madre: “No tenemos ascensor, Max M; tenemos muy poca agua; no tenemos portero; cuando venimos de Wong no hay nadie que nos ayude a subir las cosas. Si llegamos después de las seis de la tarde, el hall de entrada está tan oscuro que no se puede ni meter la llave para abrir la puerta; no tenemos vigilancia a ninguna hora del día ni quién saque la basura al tanque. No es así cómo hemos vivido siempre ni es así como queremos vivir ahora que ya estamos mayores. No es justo, no es justo digo, porque si ahora estamos como estamos, tu padre y yo, fue precisamente por ti y por tu hermano: les dimos todo, y ustedes se fueron lejos y no nos ayudan. Tú cada vez vienes menos, y cuando vienes pasas más tiempo con tus amigos que con nosotros; yo sé que no te gusta que tengamos solo un baño, que no podamos darte las comodidades que tú y tu familia necesitan, pero repito: no es justo”. Mi familia es Natacha y Martín. Martín es mi hijo. Yo ya no quiero a Natacha, a Martín sí. ¿La quise al inicio? No sé, no importa eso tampoco. Hace años que no salimos juntos, ni de vacaciones ni a comer ni a tomar algo, ni siquiera a pasear por el parque. ¿Para qué? ¿Para qué ir a un restaurante con alguien que se pasa la vida apretando las teclas de su teléfono con el dedo índice y los lentes sobre la nariz? No, gracias, me enerva eso. Ella me deja hacer mi vida, no se mete conmigo, hablamos poco, solo lo necesario, solo sobre las cosas de Martín. Natacha ya estaba embarazada de él cuando nos casamos, cuando la conocí también. Ella es mi esposa, pero no mi mujer. Estoy casado, pero no tengo mujer.


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“Ambiente internacional” decía en el job posting, en la oferta de trabajo que encontré en la web de empleos. Como idioma solo pedían inglés, nada de francés ni neerlandés. «Eso es porque nuestros clientes están en todo el mundo, muy pocos en Bélgica», me explicó en la entrevista que me hizo el que después sería mi jefe: un belga de Gante, un flamenco de esos que prefieren recalentarse el cerebro diez horas a la semana en un carro, o en el vagón de un tren que vivir en Bruselas. Se le recalienta el cerebro y el culo también. «A ellos, a los flamencos, no les gusta vivir en Bruselas: necesitan su jardín con gallinas; hablar su idioma en la panadería, en el café de la plaza de su pueblo; no les gusta el francés, dicen que los valones somos unos ociosos, unos mantenidos, que quieren independizarse», dijo Dorothée. Sea como sea, por eso, porque solo piden saber inglés, «La mitad de los empleados de este banco no son de este país», agregó mi jefe. El edificio está lleno de alemanes, gringos, rusos, italianos, british, irlandeses, polacos, un huevo de marroquíes, turcos, libaneses; también hay españoles, mexicanos, un par de colombianos y, bueno, Max M, un peruano, un limeño, que trabaja en Finanzas. Cuando me lo presentaron me dio la mano, pero miró para otro lado, creo que no le gustó la palmadita que le di en la espalda, que le dijera en voz alta que éramos “compatriotas”. A mí tampoco me cayó bien: Un “limeñito” de esos de colegio caro, de saquito de verano, de corte de pelo de revista. «Si quieres integrarte en este país tienes que aprender francés», me dijo a los treinta segundos de haberlo conocido. La madre que lo parió. Otro que sabe mejor que yo lo que tengo que hacer con mi vida, otro que mete su narizota en mis cosas, otro que me malogra el día. Cero por ciento de posibilidades de hacerme amigo de este sujeto, por más peruano que sea, por más necesitado de tener amigos en este país que esté yo. Dije “otro” que se mete en mi vida porque Laurent, el dentista de la ópera, dejó de hablarme en inglés de un día para otro. Que sutil que eres, causita, gordito siempre bien peinadito, bien vestidito, bien afeitadito. «¿No era que acá la gente no se mete en tu vida, Colorada, no era que acá te dejan tranquilo?», le presenté mi pliego de reclamos a Dorothée. «Es por tu bien, Luciano». Oui, bien sûr ma chérie.


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A Verdi lo conocí en la web, en una aplicación de encuentros, en una aplicación de citas. Sí, yo tengo un perfil en dos o tres de esas plataformas. Si yo contara todo lo que me he levantado gracias a esas aplicaciones nadie me lo creería. Podría escribir un libro sobre el tema. Hay de todo allí: desde vendedores de zapatos hasta funcionarios de la Unión Europea; militares de la OTAN, muy machos ellos; congresistas; ejecutivos que creen que sin ellos su empresa se va al carajo; solteros; divorciados; casados, sí bastantes casados. Algunos ya hicieron su comimg out, salieron del closet vía Facebook, Instagram, otros, la mayoría, aún no. Verdi no es su verdadero nombre, claro que no; no sé su verdadero nombre, tampoco tengo que saberlo; no ahora, por lo menos: recién nos estamos conociendo. Nadie pone su verdadero nombre en ese tipo de aplicaciones de citas, hay códigos que se respetan. Yo soy casado, tengo un hijo, soy Director en un banco, tengo cosas que proteger, no puedo exponer mi nombre así nomás. En mi perfil yo no he puesto Max M, claro que no, allí yo me llamo Edinson, por Edinson Cavani. Cavani es un monstruo, me gusta cuando sale a la cancha con el pelo mojado, con la vincha puesta. Para hablar de fútbol, para ir a ver fútbol está Luciano; Verdi no sabe nada de fútbol, él solo sabe hablar de música clásica. Se puso Verdi en su perfil de la aplicación por Giuseppe Verdi, un italiano, un compositor italiano de música clásica, me lo explicó una vez. No me interesa mucho el tema, me aburre, me cansa cuando comienza hablar de conciertos, de compositores, de la vez que conoció a Pavarotti, de una entrevista que le hicieron en la radio, de sus viajes a Italia. Verdi no habla, grita, me estresa la gente que habla alto. De Verdi solo sé que es dentista, que no está casado, que no tiene hijos. No sé dónde está su consultorio, no me interesa tampoco. Las dos o tres fotos que ha puesto en su perfil son de hace diez años, si no más. Me jodió eso al principio, como cuando reservas un hotel, o un Airbnb: amplio, luminoso, tranquilo, con vista al mar, dice en la descripción y cuando llegas es un hueco de mierda, minúsculo, sin luz, con la puerta de la ducha obstruida. Exagero un poco, sí, Verdi tiene su barriguita de cuarentón, pero no se le nota por su metro noventa; además, es agarrado de hombros, está siempre bien derechito, como si le hubieran metido un palo de escoba por el culo, huele a limpio, se viste bien, tiene la piel blanca.


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El banco donde encontré trabajo está cerca de la Gare du Nord, la estación de trenes del norte de Bruselas, a distancia caminable del centro de la ciudad, de la Grande Place (el equivalente, sarcasmos aparte, de la Plaza de Armas de Piura), a veinticinco minutos de metro de la casita que alquilamos. Sí, cuando cumplí seis meses en el Banco, cuando agarré la estabilidad laboral dejamos el departamentito de Laurent, su taladro dental y sus visitas diarias que ya me tenían podrido, y nos mudamos a una casita de tres pisos y jardín, jardincito, mejor dicho, jardincito tirando para macetero. Fue Max M el que me pasó la voz: él vive a un par de cuadras de allí y vio el aviso de alquiler en la ventana. Sí, sí, es correcto, yo dije que nunca podría ser amigo de un tipo como Max M, pero todo depende de lo que entendamos como amigo, ¿no? Tiene sus cosas, sus días buenos y malos como todo el mundo Max M, pero resultó que sí se puede contar con él. «Para ser peruano es alto —dijo Dorothée cuando se lo presenté—, además habla francés perfecto». Y dale con lo mismo, carajo. Gracias, muchas gracias, sinceramente, Colorada, esposa mía, compañera de mi vida por contribuir al fortalecimiento de mi autoestima, de mi amour propre, si tu veux, ma chérie. ¿Y cómo es que Dorotée conoció a Max M? «Yo no puedo depender del transporte público para ir al trabajo», dice siempre y se mete cuarenta y cinco minutos diarios de tráfico para ir a la oficina, y para regresar a su casa también. «Pero voy con aire acondicionado y mi música, no apretado entre inmigrantes». Y bueno, gracias a eso (que cada uno califique el comentario de mi compatriota como le de la gana, pero no lo extrapolen a mi persona, por favor) a veces me lleva a mi casa en su carro, y con su música, claro. «Tu amigo, tu compatriota es igualito al futbolista ese, el arrogante que juega con gomina, ¿cómo se llama?». Preguntó Dorothée en la cocina cuando una tarde con harto sol invité a Max M a pasar a tomar una chela en el jardincito-macetero. «¿A Cristiano Ronaldo, dices?». «Sí, ese, el portugués gay: tu amigo peruano se parece un montón, tiene los mismos gestos». ¿CR7 es homosexual? Dorotheé no sabe nada de fútbol, pero no hay que ser pelotero, o pelotera, para emitir un comentario así. En todo caso, sí, puede ser que Cristiano Ronaldo sea del otro equipo, hay muchos que lo piensan, juega en el Madrid, todo es posible con esa gente. Max M también es del Madrid. ¿Podemos extrapolar lo de gay?. Sea como sea, a mí también me gusta el fútbol, pero no soy del Madrid, sino de todo lo contrario: del Barcelona, claro, y de la Selección Peruana también, obviamente. «Eso de la Selección Nacional, de la Blanquirroja, del Mundial de fútbol es chauvinismo puro y duro», me dijo Max M. ¿Chauviqué, compadrito?. «El mejor fútbol del mundo se ve en la Champions League, Provinciano, no en el Mundial». Sí, después de dos o tres cervezas en un Irish Pub, Max M se olvidó de Luciano y comenzó a decirme Provinciano. Llámame como quieras, CR7, Cristiano, Cris. Así, en las noches de Champions League, cuando Isabelle y su madre ya duermen, Natacha y Martin también, CR7 y el Provinciano se van a ver los partidos al Wild Geese. El Wild Geese es un pub irlandés que está cerca del óvalo de Schuman, en el barrio europeo, tiene dos terrazas, varias pantallas gigantes y muchas chicas. El Wild Geese está siempre lleno de expatriados, de expatriadas también, claro. Trabajan en la Comisión Europea, en el Congreso Europeo, en alguna de las Embajadas, de las Representaciones comerciales. Hay un huevo de esa gente en la zona. «Son euro-burócratas, Provinciano, parásitos, que ganan más de lo que se merecen, que no pagan impuestos». «Lo que quieras, Cris, pero hay sus buenas flacas, ¿no?». «Yo vengo a ver el fútbol, Provinciano, no a las “flacas”, como dices tú». «Ya, pero una cosa no excluye a la otra, Cris, no seas cuadriculado, amplía tus horizontes y sé feliz». Cuando tomo mucha cerveza se me da por hablar huevadas, por dar consejos de vida a la gente. «A mí no me interesan las Flacas, Luciano». Aja, Dorothée lo sospechó desde un principio.


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Martín tiene 11 años, juega al fútbol desde que tiene 5: yo lo inscribí en la academia, yo lo llevo a sus partidos de los sábados, lo recojo de sus entrenamientos. La academia funciona en el Sportcity, un centro deportivo que está cerca de mí casa, hay una piscina temperada, gimnasio, canchas de tenis, de squash, un Clubhouse con terraza, pero sin gracia. También hay un terreno de hockey sobre hierba que siempre está lleno. Hay mucha gente que juega hockey en este país; hay canchas por todas partes. «El fútbol es un deporte de cholos» dice mi padre, a mí padre no le gustaba que yo jugara fútbol en el equipo de la Universidad, no le gustaban mis amigos tampoco. Hace un huevo de años que no hablo con mi padre, no le escribo. Él tampoco me escribe, mi madre sí, ya lo dije: “Alex, tu hermano, nos llama todas las semanas, se preocupa por nosotros, vino para el almuerzo por los 75 años de tu papá. Tú sabes que las fechas son importantes para él, que tenía la ilusión de tener a su familia al costado en ese momento, pero aun así no te dignaste a venir, ni siquiera lo llamaste. Cualquier otra excusa hubiera sido mejor que usar a Martín, un hijo que no es tu hijo, un nieto que no es nuestro nieto. Sé que lo hiciste para herirlo, sé que aún no lo perdonas por lo que te hizo, por haberte mandado a otro país, por haberte separado de tus amigos. Pero, ¿no crees que ya es momento de perdonar, Max M?, ¿no crees, hijo mío, que algo de razón tuvo tu padre, que ese ambiente, esas compañías, ese chico no te convenían, que estabas yendo por el camino equivocado?”.


********


«Fútbol, fútbol femenino», dije yo, dudando un poco, dudando un poco porque eso de fútbol femenino me suena a masculino, a antinatura, a una cosa para chicas con músculos, con tatuajes, con corte militar. No para mi Isabelle, no para mi Isabelita. Perdía mi tiempo, me rompía la cabeza por las puras huevas: la cosa ya estaba decidida. «¿Fútbol?, no way», dijo Dorothée como si lo hubiera pensado todo el fin de semana, como si estuviera esperando la oportunidad de decirme que no, de llevarme la contra. «Hockey —me informó a continuación—, Isabelle va a jugar hockey». Así, “en pareja”, “en familia” decidimos el deporte en equipo para mi hija. Los especialistas recomiendan el deporte en equipo para los niños: “el deporte en equipo mejora la comunicación, la responsabilidad del infante, favorece una sana competitividad” dicen. Dicen tantas cosas esos señores que yo no sé cómo me las arreglé para llegar a ser adulto en Piura, cómo sobreviví a la niñez, a la adolescencia sin ellos, sin esos especialistas en educación, digo. «Happy wife happy life, Luciano» me dijo mi jefe cuando le conté el “desacuerdo” con mi esposa el lunes por la mañana, ese momento de la semana en que, así haya un solazo del carajo, todo se ve gris y lluvioso. El flamenco tiene miles de kilómetros más de recorrido matrimonial que yo. «No te desgastes en pequeñeces, resérvate para los problemas estructurales que vendrán más adelante; además, el hockey es como el fútbol, te va a gustar, ya verás». ¿Qué quiso decirme con eso de “problemas estructurales”? No lo sé, exagera, seguramente, pero en lo otro, en lo del hockey, sí tuvo razón: ahora me paso todos los sábados por las mañanas al costado de la cancha del Sportcity viendo a Isabelle jugar: grito de alegría, de cólera también, tengo arranques de euforia, de odio, boto mis lagrimones a veces, pero caleta, nomás. Ya sea apretando el culo por el frío, o sudando como si estuviera en Piura no me pierdo un solo partido de Isabelita, me frustro cuando no juega. Mi vida gira alrededor de eso, ahora vivo a través de ella.


- Laurent viene a ver el partido de Isabelle; se queda a almorzar después —me informó Dorothée.

- OK, pero yo quedé con Max M en tomar algo en el Clubhouse después del partido: Martín también juega fútbol en el Sportcity a la misma hora.


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Después del partido nos sentamos en la terraza del Clubhouse, pedí una Palm para mí, un ice-tea para Martín, una bolsita de chips también. Le mandé un WhatsApp al provinciano. «Estamos llegando, Cris» me respondió. Los veo llegar: Luciano trae de la mano a su belga, a su rubia. Un piurano en Bruselas. A su costado camina Verdi en bermudas amarillas, camisa blanca de lino, lentes de sol, mocasines. ¿Pero qué carajos hace Verdi con ellos?, ¿por qué lleva a Isabelle en brazos? La madre que lo parió.


- Hola Max M, este es Laurent, el hermano de Dorothée, —dijo el provinciano—. Max M es un amigo peruano, trabajamos juntos, creo que ya te hablé de él —me presentó a Verdi.


Saludé con un beso a la belga sin gracia, a la belga desabrida, a Isabelle también; le di la mano a Verdi… a Laurent, mejor dicho.


- Se conocen ustedes? —preguntó el provinciano.

- No, para nada —respondí yo.

- Oui —dijo Verdi al mismo tiempo.

- ¿En qué quedamos, muchachos, se conocen o no?

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