Sancochado de pangolín
- lquimper
- 19 juin 2021
- 33 min de lecture
Dernière mise à jour : 20 avr.
Por: Luis AUGUSTO QUIMPER.
Las ilustraciones son de Antonieta Oliveros Fossa
Texto:
Valerie, 41: «Desliza a la izquierda si lo que buscas es una ONS; no soy chica de una sola noche».
A todas, sin excepción, les gusta viajar, comer bien, ir de shopping, tener “conversaciones inteligentes” (No es Tinder donde van a encontrar las ideas que nos salvarán, chicas, pero allá ustedes). Ponen emoticones de aviones, de copas de vino, de parejas bailando, de una ciclista en licra, mencionan los “lindos” hijos que tienen en custodia compartida. He pasado mi mañana de domingo mirando la pantalla del teléfono, deslizando fotos a la izquierda, también a la derecha. Amaneció soleado; ahora parece que, otra vez, va a llover; como si ya no tuviéramos bastante con este encierro. Mejor poner a Mozart, la Júpiter, o el concierto de violín de Tchaikovsky: energía visceral para dominar el virus de la soledad, ese que te hace hablar solo; pensar, a las tres de la mañana, si moverán a la siguiente fase de confinamiento, a más restricciones. Es como un piano balanceándose sobre mi cabeza. Rachmaninoff será para después, cuando la maldición china haya pasado; no es el momento de ponerse (más) melancólico.

Me niego a repetir el nombre del jodido virus. Prometo nunca más tomar la cerveza mexicana para no tener que pasar por eso. Dejé de ver las noticias porque no quiero escucharlo ni una sola vez más en toda mi vida, que espero aún será larga, pero, así como están las cosas, nunca se sabe. También para no ver a toda esa gente cargando planchas de papel higiénico en la carretilla del supermercado, pasta de tomate, frascos de jabón líquido como para sumergirse de cuerpo entero en la tina. Podría tirar el televisor por la ventana, no lo necesitaré en las próximas semanas… o meses; quién sabe. Han suspendido los partidos de la Champions, las carreras de moto GP, los partidos de La Liga. Por mí pueden cancelar las olimpiadas de Japón —esa ceremonia de la antorcha olímpica es el summum de la ridiculez humana—, pero, por favor, no la Eurocopa ni Roland Garros. Con eso no se metan. «Abónate a Netflix —me aconseja mi madre por teléfono, desde Piura, a seis zonas horarias de distancia—, no es caro, mi cholito». No, viejita mía, querida, a mí las pelis me gusta verlas sentado en una butaca de terciopelo, con la francesita en mi mano derecha y el pasillo a mi izquierda, con seres parlantes a mi alrededor (no muchos tampoco, y sin canchita en las bocazas, por favor), no repantigado en mi sofá con el cactus que compré en Ikea como única compañía viviente, aunque no me responda cuando le hablo. Sofá que en los últimos días ha comenzado a ahuecarse en un lado; voy a tener que cambiarlo cuando acabe esta enajenación colectiva. Los partidos de hockey de los sábados de mis dos chiquillos también suspendidos “hasta nuevo aviso”; los entrenamientos anulados, postergados, prohibidos hasta después de Semana Santa… o más. ¿Quién sabe? ¿Cómo voy a llenar el vacío que siento en el estómago? Es para protegernos, dicen. ¿Protegernos? Nos tienen en el piso y nos siguen golpeando. Solo falta que nos den una patada en el estómago prohibiéndonos también los paseos en el parque (una vez al día y en solitario, sí, pero paseos al fin y al cabo). Reducirán los contagios, señores dirigentes, pero aumentarán los cuerpos arrojándose por las ventanas; allá ustedes con sus medidas.
Geraldine, 45: «Feliz madre, a tiempo compartido, de dos preadolescentes; llevo una vida muy ocupada; busco hombre fuerte que sepa lo quiere en la vida». Lo siento mucho, querida Geraldine, pero no cumplo con ese último requisito; te lo digo de frente y te deseo suerte en tu búsqueda.
Lo más patético son las fotos que ponen saltando con los brazos abiertos. ¿Nadie les habrá dicho a esas mujeres, señoras maduras ya, madres la mayoría, que se ven ridículas con los pies en el aire? También esas donde salen dando besos, piquitos, a la cámara. A nuestra edad el close up debería estar prohibido en la “aplicación de citas”. La “aplicación de citas”, así le llaman; es una ayuda para combatir la soledad, dicen. No es verdad: en estos tiempos de sancochado de pangolín, Tinder no es ni siquiera un paliativo para el mal que me ha infectado. ¿Qué hago si una de las amantes del baile —todas, sin excepción, “adoran” bailar— me hace un match? Hola, amiga, ¿qué tal un café, una copa de vino, unos coctelitos… dentro de siete u ocho semanas? No hay un solo lugar abierto en tres mil kilómetros a la redonda. Olvídate, campeón, de tu café latte en la place Jourdan, con los cuentos de la maestra Lucía Berlín en la mano; de comer asiático en el centro; de un Rioja con pata negra en el mercado de Chatelain, un miércoles de primavera; de unas cervezas belgas en la plaza de Luxemburgo, en el quartier europeo de la llamada capital de Europa. Bruselas está en cama, con tos seca y dolor de garganta, fiebre, no muy alta, pero subiendo. Un poco como en los días de los atentados terroristas en el metro y el aeropuerto, hace ya cuatro años, pero esa noica duró un par de días, tres o cuatro para los exagerados. Ahora no se sabe… pero tenemos para largo, dicen. Ni teatros ni exposiciones ni performances donde ir en caso que la potencial pareja se haya auto definido como “comprometida” con el arte con un emoticón de una paleta de acuarelas y un pincel. Solo queda, por ahora, el parque. ¿Qué tal si llevamos un poco de pan viejo y lo tiramos a los patos que hay en los lagos de Ixelles, guapa? Como si fuéramos una pareja de jubilados, de esos que también hablan solos, pero todo el tiempo. Eso si no llueve, claro. Así nos iremos conociendo, pero manteniendo la distancia de seguridad de metro y medio establecida por la OMS, cariño. Somos ciudadanos responsables: nos sonamos los mocos con pañuelos de papel y los tiramos a un basurero con tapa para que la bestia no escape.
Laura, 41: «El secreto de una relación fuerte es como el buen vino, toma tiempo». Lo siento, Laurita, pero voy a discrepar contigo: a mí, mientras más tiempo pasaba junto a mi ex el asunto me sabía más a vinagre que a otra cosa.
Hay tantos que podría pasarme toda la cuarentena mirando perfiles en Tinder, tantos cuerpos necesitados de una historia de amor; eso de anhelar una vida diferente está muy extendido, es casi global, como la pandemia. En todo caso, yo no necesito un nuevo match, tengo a la francesita —aunque ahora mismo esté a dieciocho minutos de distancia, según Google maps; casi una hora y media si voy andando rápido—, pero la tienda de periódicos de la plaza ya no abre los domingos, “hasta nuevo aviso” también: tengo que llenar las horas con algo. Leer el dominical de El País en el iPad es como hacer el amor con preservativo: mejor abstenerse.
Anoche la vi, a la francesita, digo, pero no en mi depa, sino en el suyo. No era ese el plan original, pero todos los planes originales se han ido al carajo en los últimos días. ¿Por qué será? «La nounou canceló a última hora, no puede venir a cuidar al niño, no puedo dejarlo solo; désolée, mon chéri». ¿Tenía la nounou tos seca, dificultad para respirar, fiebre? No, solo miedo de tomar el tranvía: «El veneno está en el aire, madame». Mi vida íntima (perdón por el eufemismo) también se está viendo jodida por este jodido asunto. «De todas maneras me gustaría verte, mon amour». Bueno, ante un pedido así, más aún si es en francés, cualquier hombre en buen estado de salud física y mental se metería hasta en el mismísimo mercado central de Wuhan; allí donde los chinos venden los pangolines para el sancochado: los ofrecen colgados de la cabeza, justo al costado de los patos desplumados para el chifa… y las moscas. «Puedes venir de 18:00 a 20:00, para el aperitivito; después le he prometido a Víctor —así se llama el inoportuno— que vamos a ver Angry birds juntos». «Claro, claro, entiendo perfectamente, bonita». No se puede competir contra el amor maternal, Luciano, qué estás pensando, compadrito. Además, eso era mucho mejor que quedarme en mis 85 metros cuadrados metiéndole letra al cactus de Ikea. Le mandé un mensaje a Carlos. «Eso es irresponsabilidad, Luciano, no vayas», me dijo. Qué fácil es predicar, brother, cuando tienes a quien abrazar antes de apagar tu lamparita de noche, y dos gatas que mean en las inmaculadas mayólicas de tu cocina. «Dos tetas jalan más que dos carretas, Carlitos, especialmente si son francesas», le expliqué. «Los desplazamientos son solo por motivos esenciales, Luciano». «Este es un motivo esencial, sine qua non para mi estabilidad mental, créeme, amigo».

Fui caminando al Carrefour, quería llevar algo: un vino, unos cacahuetes, un postrecito quizá. Ya no aceptan pagos en efectivo, ni para una simple bolsa de lechuga. Mejor liberar los bolsillos, “hasta nuevo aviso”, de monedas y billetes. Además, hay que escanear todo uno mismo en la caja automática. Preferiría pagar en las otras, en las humanas, en las que sonríen, practicar un poquito la conversación tradicional, (sin una pantalla de Zoom, o Skype, o de no sé qué en el medio), pero ahora esas son solo para las personas mayores. Lo ponen en un cartel en la única entrada que han dejado abierta, junto al botellón de desinfectante líquido al que hay que, obligatoriamente, someter las manos antes de ingresar. A pesar de las malas noches y la barba de seis días, aún no paso como mayor de sesenta cinco años. Ni modo. Me hago un enredo pesando las mandarinas, los plátanos, los tomates. ¿No podrían ponernos las cosas más fáciles, señores? ¿Es que ya no tenemos suficiente? Todos los otros negocios están cerrados… excepto las farmacias, pero las cosas han cambiado allí también. En la que está en la esquina de la plaza, a la que siempre voy desde que me mudé a este barrio, le han puesto una línea gruesa amarilla patito en el piso, a un metro y medio del mostrador. No se puede, bajo riesgo de expulsión, traspasar ese nuevo límite, por ningún motivo. Me pregunto qué harán los que vienen con receta. ¿La harán una bolita y la tirarán por los aires? Tampoco pueden haber más de tres personas al mismo tiempo dentro del local, una por cada 10 metros cúbicos de aire, el radio de ataque del bicho. Lo dice la ley de emergencia. Tuve que esperar doce minutos en la calle. Las tres dependientas, guapas ellas en tiempos de paz, miran a los clientes con ojos escrutadores: se han especializado en detectar a los portadores del virus a sola mirada, sin test PCR ni tonterías. Si pides Panadol, jarabe para la tos y un termómetro, abren mucho los ojos, hacen vibrar las fosas nasales, reculan unos centímetros. Cero por ciento de posibilidades de conseguir un match en Tinder con esas mascarillas, chicas, por no decir nada de las batas de hospital y los guantes de látex que se han puesto. Pedí, grité, mejor dicho, un tubo de Redoxon. «¿Algo más, monsieur?» «Bueno, este, sí… una caja de Durex también, s’il vous plait, madame» «¿Podría hablar un poco más alto, monsieur?» «Sí, madame, ultra sensitivos» La privacidad es lo primero que vuela por los aires en época de crisis. Salí de allí con las defensas bajas: blanco seguro de la amenaza invisible.
«Evita las grandes avenidas, entonces —me aconsejó Carlos—, la policía ha comenzado a controlar» Manejé por callecitas de adoquines (no sabía que existían), pasé por urbanizaciones y parques con columpios brillantes de primavera, pero desiertos como un lunes de enero. Era la hora punta, pero llegué antes de tiempo: uno de los poquísimos beneficios colaterales de la cuarentena. Un pollito con dientes y voz de niña me abrió la puerta. Con el brazo extendido al máximo —los niños son los principales portadores, lo dicen por todos lados— le entregué el pastelito de fresas. Cosa de anotarse unos puntos con el inoportuno. «Yo solo como chocolates, monsieur», me dijo. Aja, un francesito en etapa preadolescente. No te preocupes, Luciano, un mal paso lo da cualquiera, especialmente en los tiempos que corren. Me haré un rulo con el pastelito, con caja y todo, y sanseacabó. Nos sentamos en el sofá marrón, testigo silencioso de momentos menos aciagos. Todo estaba dispuesto: Bordeaux, queso en trocitos, salame, baguette, cuadraditos de tela, dos copas de cristal. La cultura gala expuesta en una mesita de vidrio. Papitas y juguito de naranja para el pollito con dientes. «Es mignon tu hijito —le dije a la francesita; había que superar el impase del pastelito de fresas de alguna manera—, se parece bastante a ti». Sí, lo sé, no voy a ganar un premio a la originalidad con un aporte así, lo reconozco humildemente, pero estos son tiempos de

lugares comunes, de “sabios”, de “iluminados”. Cualquier mediocre con un smartphone es ahora un epidemiólogo reputado, una eminencia en pandemias, un experimentado especialista en técnicas de desinfección sanitaria. Esa nueva especie se propaga a la velocidad de WhatsApp, Facebook y demás enredos sociales. Habrá que desarrollar una vacuna contra la estupidez humana también; es igual de urgente, señores científicos, por favor. Igual ella, la francesita, digo, puso esos ojitos amorosos con los que me ilumina a veces, celestitos, brillantes, pedidores. Quieto, loco, quieto, no vas a sucumbir, por más cerca que estemos del apocalipsis global, ante la cursilería a esta alturas de tu vida. Lo que sí tienes que mantener, en todo momento, es el espíritu en positivo, cumpañero. Aunque esta vez fuéramos tres en el sofá, no todo estaba perdido: «¿Puedo ir a jugar a la PS4, maman?» «Oui, mon chéri, tu peux» Gracias, gracias, me hinco y descubro ante ti genio creador de la PS4, que esta crisis te coja con las defensas altas y el Señor —donde quiera que se encuentre confinado en estos días— te de larga vida. Pero nunca hay que cantar victoria tan rápido, Luciano, recuerda que siempre hay algo que se empeña en fregarte la vida: La francesita se mantuvo inflexible y solo me permitió, después de mucho jabón y gel desinfectante, que le tome las manos y le sobe un poco la entrepierna derecha, y eso por encima de la capa protectora de sus blujeans. Nada más. ¿Nada más? ¿Estás bromeando? «No es seguro», dijo. «¿Cómo que no es seguro? El hambre, la sed y hasta el instintito de supervivencia se suspenden en los niños cuando juegan a la PS4; no hay nada que haga que muevan sus potitos sin pelos de delante de la pantalla —le expliqué en voz alta—; lo sé por experiencia propia, tengo hijos que adolecen de la misma patología: pueden pasarse una jornada laboral entera allí» «No es eso, Luciano, has tomado el metro esta semana, los virus tienen un periodo de incubación de cuatro a cinco días en el cuerpo humano» Aja, otra experta trasnochada. El bochorno que pasé en la farmacia fue en vano, y el efecto de la pastilla que tomé antes de salir, evidente al inicio del exiguo contacto dactilar, se esfumó para siempre. Billete invertido con cero retorno, compadrito. Y te llamas banquero; a ver si aprendes de una vez.
Rebecca, 46: «Dulzura es lo que busco; un escape surrealista. No se requiere honestidad » ¿No se requiere honestidad, Rebecca? ¿Estás segura, bonita? Podría considerarlo si la francesita sigue siendo tan cabeza dura.
A las 20:01 estaba en la intemperie, de vuelta a la oscuridad. (Han pasado 15 años desde que llegaste al norte de Europa, y eso de poner hora final a las visitas aún te suena a malacrianza: hay cosas que permanecerán incrustadas en tu cerebro peruano per secula seculorum, Luciano; no hay nada que hacer). Regresé a casa por la misma ruta, aún menos viva que antes. Lo belgas se toman las cosas en serio… no como en Piura: «La ciudad más irresponsable del Perú», según el presidente Vizcarra. «Tu papá no entiende —me dice mi madre—, habla con él, hijito». Me preparé algo de comer. Aún tenía un sobre para hacer arroz con pollo que compré, antes del encierro, en el Raíces Latinas, la tiendita de una compatriota, cerca del ovalo Meiser. Si me agarra algo que me agarre bien papeado. Seguí la instrucciones, pero lo que salió de la olla arrocera fue una mazamorra verduzca, no un arroz con pollo a la chiclayana como el que pintaba en la foto. La zarza criolla, según YouTube, no mejoró en nada las cosas. Cuando dejé mi casa y me instalé aquí, en lo que se ha convertido en mi lugar de confinamiento, mi hermana, preocupada ella por mi futuro alimenticio como hombre maduro divorciado en país extranjero, me envió por correo desde Lima el ¿Qué cocinaré? de Nicolini. Pero eso de aprender a cocinar a los cincuenta años, después de tantos de especialización en lavado de ollas y trapeado de cocina, es como tratar de montar un caballo en estampida: no puede dar resultados satisfactorios. «El lomo saltado de Mami es mejor, Papi» me hicieron saber mis hijos —los dos hombres, los dos adolescentes— un sábado que estaban conmigo, cuando aún mi contienda con la belga, su madre, era abierta y agresiva, y yo quise, ilusamente, ganar unos metros de terreno. El peruano soy yo… pero la que sabe cocinar comida peruana es ella. Mensaje recibido, chiquillos, limitémonos, entonces, al espagueti a la boloñesa y a las salchichas con arroz con choclo; con eso no hay pierde. Eso de desarrollar nuevas capacidades a estas alturas tiene sus límites. Lección aprendida. La sabiduría también está en aceptar tus fronteras, saber lo que no se sabe ni se sabrá nunca, Luciano. Aparte de la página donde explican cómo hacer el pisco sour, no sé ha vuelto a abrir el librito amarillo en esta casa. Désolé, hermanita.
Amelie, 45: «Curvilínea Carrie Bradshaw flamenca, con un serio problema de abuso de la moda. Busco a Mr. Big. Pervertidos o casados abstenerse, por favor» Bueno, Amelie, querida, si lo que de verdad quieres es evitar a los degenerados yo te aconsejo aclarar eso de “Mr. Big” a la brevedad posible.
Acepté suspender —solo por unas semanas, espero— la custodia compartida y que mis hijos pasen todo el periodo de confinamiento con su madre, con arcos de fulbito, mesa de ping pong, saltarín, cuarto de PS4 en el sótano y alimentación balanceada. Mejor no poner a prueba el amor filial de dos adolescentes, podrías salir con los sentimientos chamuscados, causita. La sabiduría esa que mencioné antes. Tengo que invertir en una PS4 para mejorar en algo mi poder de negociación. «Mejor la PS5, Papi, sale en el verano». Que así sea, entonces. «Pero ven a verlos dos veces a la semana», me sugiere-ordena la belga. Desde mi departamento son solo diez minutos en carro hasta mi antigua dirección, pero no hay manera de llegar sin cruzar el periférico. «Allí de hecho te controlan» dice Carlos. Consulto con un colega belga, su esposa es policía. «Pregúntale a tu señora, por favor, si ver a tus hijos califica como “desplazamiento esencial”, si me podrían multar por eso», le escribo por el chat interno del banco donde trabajamos. «Depende», responde él. ¿Depende de qué, brother? «De la interpretación que haga el agente que te controle» Me estás ayudando bastante, hermanito. «Alquila un patinete eléctrico; con eso no tendrás problemas» ¿Me está vacilando este tipo? Si no me hospitalizan por dificultades respiratorias lo harán para cocerme la cabeza. Olvídalo, “amigo”, y agradécele, sinceramente, a tu mujercita de mi parte por su apoyo.
Alquilo una bicicleta de la municipalidad. El ejercicio está permitido y hasta recomendado. No llueve, pero llego con los pelos mojados y dolor en el culo. El regreso es de bajada, me consuelo. Paseamos los tres por el bosque. Uno, el mayor, no para de hablarme; sigue, online, las clases de su colegio. «Es genial, Papi, veo a mis amigos todos los días» El otro me responde en lenguaje binario: “sí”, “no”; a veces se anima y dice “no sé”. «Está molesto porque no puede ir a ver a su enamorada —me advierte su madre vía texto—; hazle entender que es peligroso» ¿Y quién va a hacerme entender a mí que todo esto tiene sentido? Además de con mi padre, en Piura, ahora también tengo que hablar con mi hijo; sesentaicinco años de diferencia los separan, pero el tema es común: el maldito virus; ¿qué más? ¿Tendré yo tan poca sangre en la cara como para atreverme a darle una lección de civismo a mi hijo de quince años por querer ver a su novia? ¿Yo que, aunque ahora produzco mucha menos testosterona que antes, aún no he logrado curarme de esa enfermedad, dominar la angustia que nos invade cuando no podemos oler, sobar, palpar el cuerpo caliente de nuestra mujer? Acúsenme de lo que quieren menos de incongruente, por favor. Podría yo mismo, a riesgo que me claven 250 Euros de multa, llevarlo a visitar a su chiquilla. Es urgente, oficial. «¿Desplazamiento esencial, monsieur?» Sí, sí, de vida o muerte, o, ¿es que usted nunca ha estado enamorado, señor policía, sentido el llamado imperativo de la carne? La perspectiva de enfrentarme a su madre más que a todas las fuerzas policiales belgas me hace desistir de la idea. Lo siento, hijo mío, espero estés de acuerdo que hay escenas familiares que no conviene repetir. Regresamos. Me despido en la vereda, subo a la bici, color amarillo patito, (como si la situación no fuera ya suficientemente ridícula). «Pasa a tomar algo», me dice la belga desde la puerta de la que fue mi casa. «Son tiempos excepcionales», me explica ante la cara de desorden mental que, no vi, pero que seguramente puse. Tiempos excepcionales, efectivamente; que duren para siempre entonces. No estoy infectado, pero sentí una súbita escasez de aire en los pulmones. El lugar me es muy familiar, claro, pero el terreno que piso es desconocido. Me entienden, ¿no? Me lavo las manos en el lavatorio de la cocina, agarro el secador, un vaso del armario, la jarra de agua de siempre. Los automatismos aún están allí; es como montar bicicleta, no se pierden. Qué bueno que metí en la mochila una bolsa de Doritos para el camino. Que no se diga que vengo, como hijo pródigo, con las manos vacías y la cabeza baja. Nos sentamos los cuatro en el comedor. Tomó veintidós meses y una pandemia global para llegar a esto. Nadie me lo dijo, nadie se sorprendió tampoco, pero, sin pensarlo, agarré mi lugar de siempre en la mesa, mirando el collage de postales, enmarcadas en pares, en la pared de enfrente. Me fijo en las de la Herradura, en Lima, en blanco y negro. Me hace recordar a mi madre, barranquina ella. ¿Se habrá sentado alguien en esta silla durante este tiempo? ¿La calentará ahora otras nalgas masculinas maduras? Mejor no preguntar, no pensar. No pensar es vivir tranquilo. Mi jarro preferido para tomar el café llega a mi mano. Lo compré en Copenhague, en un fin de semana de soltero-casado con un amigo peruano. La dinámica es la misma de siempre: ella corrige a los chicos, propone temas de conversación que sean educativos, pide comentarios. Asumo mi rol, (el de siempre, también): apoyar, complementar, motivar el intercambio de puntos de vista; cuestión de mostrarles que ambos, sus padres, estamos en sintonía, que nuestros valores son los mismos…aunque no siempre lo sean. Pero no es momento de discrepancias, hay que aprovechar esta situación; hasta que venga el próximo virus puede pasar un buen tiempo. Voy con cuidado, calculando cada intervención; ella también: las aguas se han calmado, pero el viento se puede levantar en cualquier momento; nunca se sabe. Es una partida de ajedrez emocional en el tablero rectangular de la mesa del comedor. «Genial, Papi», me dice el mayor al oído cuando me despido. El otro me da un beso con la capucha puesta. «No se la quita ni para dormir», se queja su madre. ¿Tendría que decirle algo? A ella le agradezco desde un metro y medio de distancia. No es por el riesgo de contagio, no, sino por la distancia que aún nos separa (disculpa, Renato, por la apropiación). ¿Habrá puesto ella también sus fotos en Tinder chocando los talones en el aire, dándole piquitos a la cámara? No creo, aunque las profundidades del cerebro femenino son insondables: harían falta dos vidas, con sus noches completas, para entender a una mujer, francesa, belga o peruana, lo mismo es.
Larissa, 39: «Busco mi perle rare; no estoy aquí para dramas ni chantajes emocionales. Un metro ochenta sin tacos; no fumadora» Guapa y grande, Larissa, candidatos no te van a faltar; aunque no estoy seguro que esa “joya” que buscas respire dentro de los 50 kilómetros a la redonda que has fijado en tus parámetros de búsqueda.
Me llamó una amiga búlgara para invitarme a una “cena online”. ¿Cena online; me estás vacilando, Iris? «Vamos a pedir pizzas; sí, cada uno desde su casa, obviamente, Luciano. Escoge la pizzería que tú quieras, pero tenemos que sincronizar los tiempos para que el delivery llegue a la misma hora a todos los invitados» ¿“Invitados” dijo? ¿Y entonces? «Y entonces platicamos por Skype mientras comemos» Aja. «¿Qué parte no has entendido, Luciano?» Bueno, Iris.... «Después podemos ver todos la misma peli en Netflix; como te digo, la sincronización de los tiempos es importante, peruanito. Nathalie, Ali y Pilar ya han confirmado. Les he pedido que cada uno prepare una idea, o tema de conversación para las próximas cenas; pienso organizarlas todos los sábados que dure el confinamiento» Genial. «Tú podrías enseñarnos a hacer un plato peruano, Luciano» Ya, Iris, muchas gracias, pero por esta vez voy a pasar, te diré algo más adelante… si llego a estar tan desesperado como para empujarme pedazos de pizza delante de mi laptop.
Me llega un correo de la agencia de servicios: también van a parar. «No podemos poner en riesgo nuestro personal; reciba todas nuestras excusas y gracias por su comprensión, Monsieur». O sea que Clady, la brasileña que viene todos los viernes, no vendrá hasta sabe Dios cuándo. Además de cocinar, ahora tengo que perfeccionarme en limpieza de baños, trapeado de pisos y planchado de camisas. Mantén la calma, Luciano, seguro que encuentras un tutorial en internet para salir de esta también. Una pareja de gorriones ha hecho un nido en la ventana de la cocina. Después del desayuno les tiro migas de pan, aletean, picotean, trinan, no se enteran, aquí no pasa nada, cumpañero.
Anne, 43: «La higiene en el hombre que busco es una condición fundamental. Además, si no tienes clase, o eres muy simple en tu manera de vestir, pasa tu camino, por favor, no me hagas perder el tiempo» ¿“Tiempo” dices, Anita? Pero si lo que nos sobra ahora es tiempo, mujer; si quieres encontrar a ese varón fashion e impoluto que buscas tienes que adaptarte a la nuevas circunstancias, darling.
A las 9:00 AM, desde el cuarto de mis hijos (vacío últimamente), me logeo al sistema del banco para la reunión de trabajo de todos los días. Se agradece profundamente a los jefazos que, para no recargar la red con tres mil cuerpos trabajando remotamente al mismo tiempo, hayan prohibido el uso del video. Puedo asistir, entonces, sin haberme duchado, y en las pijamas que me regaló mi exmujer hace ya varias navidades. (Habrá que cambiarlas en algún momento). De un día para otro, la versión light de una plaga medieval se trajo abajo los fundamentos del “buen manejo de los recursos humanos”, y pasamos de máximo una vez por semana a trabajar permanentemente desde casa. «El teletrabajo es obligatorio» aclaró la gerencia y desactivaron los fotocheck de acceso al edificio cuando, en los primeros días, varios empleados siguieron apareciendo por la oficina, empeñados en entrar. (Dejemos a libre interpretación de cada uno los motivos de esos colegas para preferir enfrentarse a la bestia que quedarse al “abrigo” de su hogar). No tener que ver a mi jefa en minifalda es otra de las invalorables ventajas del teletrabajo. ¿No tendrá, esa señora, un marido, una amiga, alguien que la aprecie en este mundo que le diga que ciertas prendas de vestir no van en ciertos cuerpos, especialmente cuando tienen medio siglo de desgate? ¿No habrá un espejo en su baño que refleje sus piernas de pollo antes de ir a la oficina? Seguro que en Ikea encuentras uno. Las tiendas están cerradas, pero el delivery es gratis ahora; aprovecha antes que tengamos que volver a la oficina… si volvemos algún día. Aunque eso de ser objetivo con uno mismo es complicadito, por más espejo de cuerpo entero que tengas. La otra cara de la moneda es que tampoco veo a la diosa griega que entró a trabajar en el equipo el verano pasado. Pelo abundante, ojos de miel, olor a ensalada de frutas con yogurt recién preparada. ¡Esas sí son piernas! Fuertes, caminadoras, casi nuevas, con buena circulación sanguínea. No se puede tener todo en esta vida, Luciano, acéptalo de una vez y vivirás más tiempo. «¿Cómo están todos esta linda mañana? ¿Qué tal su fin de semana?» Mi jefa sigue al pie de la letra las técnicas de motivación de personal que aprendió en los seminarios que organiza Recursos Humanos para people managers. Interésense por la salud de sus empleados, de sus familias, le dijeron. «¿Todo bien en Perú, en Grecia?» Le sale tan natural como una botella de plástico de litro y medio. No veo su risita nerviosa, pero escucho su piel enrojecerse, el temblequeo de sus manos, la vibración de su pelo rubio canoso. Hay cosas que ningún seminario, por más bueno que sea el expositor, logrará extirpar. Fijo que esta muere de estrés antes que inventen la vacuna. «Voy a pedirles un minuto de silencio por nuestro colega O que falleció anoche —continuó—; lamentablemente, su cuerpo no pudo resistir» ¿What? Esto es serio. Tipeo su nombre en la base de datos del banco, veo su foto. Lo conozco… lo conocía, mejor dicho. Un tipo amable, barrigoncito él, todos los años pasaba por los escritorios repartiendo calendarios, volantes del sindicato del banco. Se lo llevó el virus, tenía sesenta y un años; le faltaban dos para jubilarse. Es temprano, pero necesito un trago, ya, ya. ¿Alguna enfermedad respiratoria preexistente? No lo dicen. Esto comienza a hacerse cercano, se sienten pasos, se escuchan las alas batientes de la bestia aproximándose. Mejor irse a otro lado… pero ¿a dónde? Se consume completamente la poca motivación que me quedaba. Repasamos los temas pendientes, los to-do del día. Intervengo cuando me toca hablar. Explico lo que hice el viernes pasado, lo que tengo programado para hoy. Pregunto, también, si puedo comprar una pantalla, un teclado. Si no, explico, voy a terminar por reventar la laptop del banco con mis dedazos, últimamente más estresados que de costumbre. «Sí se puede —explica mi jefa—, el banco va a pagar; hay que poner COVID 19 en la referencia del pedido de reembolso» Inevitable tener que escribir la palabrita esa si quiero recuperar mis cien Euros.
Hablando de plata, este mes, por primera vez desde que fui padre, —hace ya diecisiete años— he llegado al día de pago con billete en mi cuenta, con saldo positivo; y eso aún después de haberle hecho la transferencia mensual a la madre de mis hijos (perdón por la formulita, pero no encuentro otra). Calculo la parte de mi salario que me dejo en cafés, bares de futbol, restaurantes, viajecitos de fin de semana con la francesita, presentaciones de libros, compra de inutilidades varias; el cine también es caro acá. Fuera de comida y gel desinfectante, no he comprado nada estas últimas semanas. Ni la cortavientos para el verano ni las copas de vino ni la coffee table para delante de la tele; todas esas cosas imprescindibles e impostergables hace tres semanas dejaron de serlo gracias a un insecto asesino que nadie ha visto. Le pediré a la francesita que me aligere el nido de pájaros que me está creciendo en la cabeza (las peluquería están, obviamente, cerradas también). Un desembolso menos de mi cuenta. Un par de semanas más de cuarentena y podré encargar ya la PS5 para mis hijos. Billete, billete, billete.
Marta, 42: «Busco un hombre inteligente —dale con lo mismo—, independiente, económicamente estable y propietario» ¿Propietario de qué, mamita?

La gente está aburrida: Desde el inicio del confinamiento el número de WhatsApp que recibo ha aumentado “exponencialmente” (la palabrita está de moda). La creatividad se exacerba en situaciones extremas… la ridiculez también. Pongo el aparato en modo avión antes de (tratar de) dormir. Mis amigos peruanos son los más activos. En la mañana distingo, entre los ciento veinte mensajes que han entrado durante la noche, uno de la francesita. Lo dejo para el final; primero tengo que desinfectar el teléfono. Hay cartelitos, opiniones, chistes, artículos, videos, videos, videos. ¿Adivinen de qué va el noventa y nueve por ciento? Un grupo de piuranos haciendo cola con cajas de cerveza en la mano, el solazo de mi tierra en perpendicular sobre sus cabezas, dos centímetros de “distanciamiento social” entre cada cuerpo sudoroso. «Qué vergüenza —escribe un amigo del colegio—, los piuranos somos los más indisciplinados de todo el país; lo ha dicho el presidente en su discurso a la nación» «Es la ignorancia de la gente, la falta de educación» opina otro. «Por eso estamos como estamos», sentencia uno más. Tranquilos, paisanos, la verdad está más allá de lo evidente, ya lo dijo un aviador francés. «Reto cumplido», grita una mujer mientras hace abdominales sobre un tapiz (¿en la sala de un departamento?); un perrito le lame el sudor de las piernas; un hombre (¿su marido?) aplaude; se ven unas cortinas concho de vino al fondo. ¿Tendría que darle un like? La tengo como “amistad”, pero no recuerdo conocerla. «Qué bien, amiga —comenta alguien, segura candidata al premio Nobel de la Profundidad del 2020—, es bueno ponernos metas en estos momentos difíciles que el Señor nos ha puesto como prueba» ¿Tendrá algo que ver Dios en todo este asunto? “El obispo Edir Macedo afirma que el coronavirus es una estrategia de Satanás que solo afecta a personas sin fe y propone como antídoto el ‘coronafe’, eficaz únicamente para quienes creen firmemente en la palabra de Dios”. Bueno… nada que agregar por mi parte, señores. Hay recetas caseras para hacer desinfectantes; un cachaco metiéndole golpe a un chiquillo (ese me llega por el chat del colegio, del grupo de piuranos en Lima, y de una amiga que vive en Canadá); publicidad de Pornohub; los cuentos de Cortázar para smartphone (ese se agradece). El temita de la conspiración no falla: “El virus fue creado en un laboratorio chino para dominar el mundo”. «Racismo» dice uno. «Yo sí creo que hay algo así detrás de todo esto», opina otro. Discúlpeme, gente: no hay duda que los chinos —me refiero a Xi Jinping y sus amigotes, aclaro— ocultaron el “asuntito” que nos ocupa estas semanas, que en ese sentido son responsables tampoco, pero eso de que crearon el virus en un laboratorio para fregarnos la vida ya es fantasía; no le den tanto al YouTube, muchachos. Otro: “Miguel Bosé declara que detrás de todo está Bill Gates, que con la vacuna que está financiado van a meternos un chip en el cuerpo para dominarnos a través del 5G” La gente discute en el chat: «Todo es posible», escribe uno. ¿Todo es posible, dices? Si esto no es la derrota indefectible de la inteligencia, entonces ¿qué cosa lo es? Mira, hermanito, si tú crees algo así ni te quejes ni te sorprendas si a fin de año reeligen a Donald Trump, el payaso en jefe; mi consejo es que leas un poco más, eso ayuda a salir de la chacra, los clásicos, por ejemplo; y que don Diablo se vaya con su música a otra parte. “Se viene un baby boom, se disparan los casos de violencia conyugal” Ese llega todos los días, y en diferentes variaciones e idiomas: en francés, español, inglés. Alguien me envía publicidad de abogados especializados en divorcios express y low cost. Llega tarde. ¿Por qué no me la enviaron hace un par de años? «Hola, mi nombre es Pilar Sordo…» ¿Quién es Pilar Sordo; a quién le ha ganado esa señora para tener que escucharla hablar doce minutos seguidos; para tener que recibir sus “abrazos virtuales”? Mi hermana me manda la misa dominical en YouTube. ¿Será de verla? «Mi prima trabaja con un asesor de Vizcarra, es un hecho que van a extender el encierro hasta Semana Santa —asegura una que tampoco conozco—, es para evitar que los borrachos se infecten unos a otros cuando compartan el vaso de cerveza» Ajá, muy bien acotado.
El pollito con dientes se va una semana con su padre. «Podría venir a pasar unos días contigo, mon cheri», me dice la francesita en su texto. Si yo fuera perro estaría dando cabriolas en el aire en este momento, repartiendo latigazos con la cola. Trato de mantener el número de pulsaciones por minuto bajo control, no sea que los signos vitales se transmitan también por WhatsApp. A las mujeres hay que mostrarles una cierta indiferencia, que no se den cuenta que nos tienen comiendo de su mano todo el tiempo. Lo dijo el sabio Sun Tzu en El arte de la guerra: “Un jefe debe permanecer sereno e inescrutable en todo momento, que sus planes sean insondables” La relación entre hombre y mujer es una relación de poder, lo sé muy bien, tengo veinte años de experiencia en el campo. «Sí, claro, tú siempre estás bienvenida, mi francesita, querida» Mantén la voz nivelada, Luciano, neutral. «¿Cuándo quisieras venir?» Cosa de afeitarme, meter los platos a la lavadora, aspirar los pisos, cambiar las sábanas, encargar trecientos gramos de vol au vent en la trattoria, un par de porciones de risotto con champiñones. También programar una visita a la farmacia, a la hora de menos afluencia. Lo de cortarse el pelo comienza a hacerse urgente, pero, por ahora, habrá que controlarlo con agua y un poco de gel; no hay otra. «Te confirmo en los próximos días, mon amour, pero eso sí, prométeme que no has estado expuesto al contagio en estos días, Luciano» «Claro, claro, don’t worry», firmo con sangre que me he lavado las manos con jabón diecisiete veces al día, hecho mis gárgaras con Listerine de menta antes de acostarme, tomado mi pastilla disoluble de Redoxon después de mi café. No quiero acabar decúbito ventral en un hospital belga sin un perro que me ladre. «Eso ya no es encierro, sino encerrona», me dice Carlos. Encerrona te voy a dar. Llámalo como quieras, my friend; para mí es la mejor noticia que me ha llegado desde que nos cayó la noche en este planeta.
Francesca, 46: «Mitad italiana, mitad alemana. Lo único que me falta para alcanzar la felicidad es una hamaca. FR, EN, DE, IT, ES» Me pregunto cuáles serán tus genes predominantes, mía cara Francesca. En todo caso, ¿no te estarás equivocando de aplicación con eso de la hamaca?
5:30 PM, me desconecto del sistema del banco; llegó la hora de aire fresco, de un poco de luz solar, de ver seres humanos… aunque sea de lejos. Ayer corrí por el bosque, hoy voy a caminar y leer. No solo hay que cuidar el cuerpo, la estabilidad mental también es vulnerable a la “crisis sanitaria”. Crisis sanitaria, otra formulita para decir lo mismo. Me meto bajo la bóveda verde de todos los días; antes fue una vía férrea elevada, ahora un camino, un paseo de tierra sin conductores nerviosos ni motores calientes que te miren feo; 5 kilómetros de ardillas, zorros y tranquilidad en medio de la ciudad; también hay —nada es perfecto— ciclistas agresivones y perros cagones, pero no muchos, felizmente. Busco una banca bajo la sombra, abro el Viaje al fin de la noche. El mejor momento del día ha comenzado. Entra un mensaje a mi teléfono, una llamada justo después. «Te he mandado un link por WhatsApp para la bendición Urbe et Orbi que el Papa va a dar en diez minutos desde la plaza San Pedro, tienes que verlo, mi cholito» Ay, madre mía, ¿qué hago? ¿Regreso a mi encierro a escuchar a Bergoglio en la laptop, o me quedo con Celine debajo de un árbol? ¿Dónde se encuentra la paz? ¿Dónde está el antídoto para el miedo que siento en el estómago? «El mundo va a cambiar después de esto, hijo, tenemos que aprender la lección, Dios nos está mandado un mensaje» ¿Cómo será, madre, querida? «Te dejo que ya va a comenzar, no te olvides de hablar con tu papá, está muy inquieto con el encierro, no entiende, todos los días quiere ir al grifo a llenar el tanque del carro, a comprar, a la oficina que está cerrada» No quisiera desanimarte, madre, querida, pero perro viejo no aprende maña nueva, más aún si tiene setenta y nueve años de trajín. Mejor hagamos votos para que el calor piurano mate de aburrimiento a la bestia, o la haga largarse a otra parte, a otro planeta.

La madre de mi amigo el cónsul del Perú en Bruselas falleció en Lima; del corazón, creo, no del vulgar virus. «No pude viajar —me escribió—, no hay vuelos, todos los aparatos, KLM, Air France, Iberia, están con descanso médico; además, aunque hubiera llegado nadado igual me encerraban, mojado y todo, medio mes en un hotelucho» Así están las cosas en mi país. Yo tendría que llegar al Hospital Regional de Piura… o a una iglesia. Mejor no pensar, pensar es vivir inquieto. Hablaré con mi viejo, quizá asustándolo un poco se calme. Un guardaparques se me acerca: «Tiene que circular, monseiur, las medidas de confinamiento no permiten más de cinco minutos en una banca» Sonríe, como pidiendo perdón. Le doy la razón, me disculpo, circulo, entonces, con Celine en la mano. He desarrollado la capacidad de leer mientras camino. El hombre es sus circunstancias, sí; lo dijo un filósofo español. Un tipo en calzoncillos se pasea en su terraza, se muestra, mejor dicho, se siente interesante, diferente, quiere que lo miren. Todos nos sentimos interesantes, atractivos, particulares, queremos que nos miren. Lleva una copa de algo en la mano. Pienso en la lata de Palm helada que me espera al regreso; en una copa del rosé que tengo en el refrigerador. El alcohol no mata la plaga que nos ha caído, pero sí atonta los síntomas del confinamiento. Un tipo viene en bicicleta, con una mano agarra el timón, con la otra se filma. Él también se siente interesante. Dos mujeres, chiquillas ellas, pasan corriendo a mi costado. Es inevitable mirarlas; tampoco, la verdad, me esfuerzo en no verlas. No estamos como para luchar contra nuestra propia naturaleza; las fuerzas hay que reservarlas para enfrentar al invasor cuando llegue. Van en mallas negras, las carnes apretadas, los ombligos expuestos, conversan mientras corren (una capacidad exclusivamente femenina), sus cosas redondas se bambolean, me dan ideas. Ellas, también, se sienten atractivas; confirmo: son atractivas, perturbadoras, palpables, respirables. Bienvenida primavera.
Sophie, 41: «Soltera, sin niños, busco una relación seria, ortografía correcta y un mínimo de educación» Muy importante, querida, eso de la ortografía, fundamental en toda relación, en eso estamos completamente de acuerdo.
Los “sabios” siguen propagándose, pero ahora han mutado en gurús, pitonisas, videntes. Se vienen millones de parados; una crisis inmobiliaria sin precedentes; nuevas dictaduras; (más) populismo; (más) recortes a nuestras libertades; (más) machismo; un nuevo confinamiento en invierno; vigilancia ilegal de los ciudadanos; los derechos de la mujer nuevamente en riesgo. ¿Algo positivo que transmitirnos, gente linda? ¿Es que ya no hemos recibido suficiente? Hablando de malas noticias: «Aún no se sabe cuándo volveremos a la oficina, pero algunos bancos han anunciado que lo harán en setiembre», comenta mi jefa en la reunión de la mañana. ¿Me está queriendo decir esta señora que voy a pasarme el verano en este tercer piso, mirando el verde mundo desde mi ventana, y no en una terraza con una cerveza en la mano y sonidos humanos a mi alrededor? Mira, mujer, yo tomo mi dosis de magnesio dos veces al día, pero el efecto no es ilimitado, no hace milagros. «La prioridad de la gerencia del banco es la salud de los empleados» continua. ¡Qué altruismo, qué grandeza de miras, carajo, estoy emocionado! ¿Dirían lo mismo si el teletrabajo, ese que antes autorizaban a cuentagotas, no funcionara bien? ¿Va el banco a pagarnos el incremento en nuestras facturas de electricidad, de agua, transferirnos algo de lo que se está ahorrando? Te agradezco, querida, jefa, por la “buena nueva”, y quédate tranquila que mi productividad solo podrá mejorar después de lo que nos has anunciado. ¿Por qué, mejor, no venden el edificio y así ya no vemos tus piernas flacas nunca más? «Me imagino que todos tiene suficiente en su plato, ¿no?», continua ella con su frasecita trajinada cada semana. Aclaro: no se está interesando por cómo nos alimentamos, sino asegurándose que tenemos suficiente trabajo, que no nos vamos a meter una siesta después del almuerzo, mirar videos en nuestros smartphones durante las reuniones, cortarnos las uñas encima del teclado, propiedad del banco.
Usando máscara estarán protegidos; el uso de máscaras no es garantía de nada. La hidroxicloroquina es un tratamiento efectivo contra el virus; la OMS desaconseja usar hidroxicloroquina debido al incremento en los latidos irregulares en los pacientes. Tomen vitamina C para aumentar su inmunidad; comprar vitaminas solo aumenta los bolsillos de los laboratorios. Hagan gárgaras de sal cada mañana; hacer gárgaras no tiene ningún efecto probado contra el virus. El plátano bloquea la entrada del coronavirus en el cuerpo, gracias a la lectina; el plátano no bloquea la entrada celular del COVID-19. Habrá una segunda ola de contagios después del verano; no está demostrado que habrá un rebrote en otoño. Una vez que te agarró ya estás inmunizado de por vida; la inmunidad dura entre dos y tres meses. Solo uma gripesinha de verano; una pandemia sin precedentes. El bicho matón fue creado en un laboratorio de Wuhan; está descartado que el virus fuera creado de forma artificial, modificado genéticamente. Un vapor de agua caliente mata a la bestia; eso del vapor de agua es un bulo viral. La vacuna estará lista en diciembre; los científicos estiman, que, si todo va bien, para mediados del 2021 se podría contar con una vacuna contra el COVID-19… ¿En qué quedamos, señores? Lo único cierto es la incertidumbre; ya lo dijo uno que vivió en Atenas hace una punta de años.
Aurelie, 43: «Busco hombre alto y ancho de cuerpo, con un QI y QE sobresalientes, sofisticado y simple a la vez» ¿“Sofisticado y simple a la vez”, ma chère, Aurelie? Hablando de contradicciones. Pero, bueno, pedir en Tinder y pedir poco es de locos, así que buena suerte, flaca; especialmente con eso de los coeficientes intelectual y emocional; sobresalientes ambos.
Desde Lima me manda un mensaje una amiga, Ch. Años que no sabía nada de su vida. Retomar el contacto con ella es de lo poco positivo que ha llegado con la nueva plaga. Se interesa por mi salud, por la de mi familia, ha leído que la curva de contagios se reduce en Bélgica, que se libera capacidad hospitalaria. Siempre tan enterada ella, tan formal cuando escribe. Trabajamos juntos en Lima. «Quizá, cuando estemos viejitos el destino nos una, Luciano», me dijo en el estacionamiento de una pizzería, en San Isidro, pocas noches antes de dejar mi país con mujer, dos bebes, un huevo de maletas y un cochecito. Escribe: «Cuando la tormenta pasé, te pido Dios, apenado, que nos devuelvas mejores, tal como nos habías soñado al momento de tu perfecta creación» Creyente sólida, Ch no se pierde una sola misa. A mi madre le caerías bien. La francesita, en cambio, no pisa una iglesia ni en días de canícula. «El poema es de Benedetti», me aclara. Leo en otra parte que no lo escribió el uruguayo, sino un comediante cubano. Un contradicho más ¿A quién le creemos, carajo? Sea del escritor o del payaso, «…me parece un poco optimista, en cualquier caso», le respondo. Ella insiste: «Cuando salgas de esta tormenta no serás la misma persona que entró en ella. Con eso estarás de acuerdo, ¿no, Luciano? No lo digo yo, sino Murakami» Aja; a ella le gusta el japonés. Le digo que sí, que seguramente será así; no quiero desanimarla, pero me temo que después del susto y algunos tibios intentos de enmienda, la mayoría volveremos a nuestra vida frívola, egoísta, acelerada. Javier —don Pésimo— Marías piensa igual que yo; lo leí en su última columna de los domingos ¿Se habrá casado Ch? Se lo pregunto, pero no me responde ¿Habrá creado también un perfil con foto en Tinder? Tendría que ampliar mi radio de búsqueda a 15 mil kilómetros de distancia para comprobarlo. Olvídalo, causita.
Después de varios días prendo la tele, la primera ministra belga, guapetona ella en su madurez, —yo le daría un like si me la encontrara en Tinder— anuncia en directo su plan de desconfinamiento. Será gradual, señores y señoras. Primero abrirán los negocios de telas y costura para que los ciudadanos confeccionen sus propias máscaras. Luego, una semana después, los almacenes y comercios; eso sí, respetando siempre las medidas de distanciamiento social. Los colegios todavía dentro de tres semanas, y solo los años prioritarios. Las peluquerías también. ¿Las peluquerías también? ¿No sabe, señora, que ya hay listas de espera, que ha aumentado “exponencialmente” la demanda de tinte? En tres semanas más los gorriones de mi ventana mudarán su nido a mi cabeza; tengo que hacer algo antes, es imperativo. «A mí me gusta tu pelo así como está, mon amour», me dice la francesita. Así se quedará entonces, blanquita, bonita, hasta que tú dictamines lo contrario. Necesitamos, siempre, una mujer que nos haga ver lo que nos conviene en la vida, que nos salve de esa tendencia tan masculina de tirar al monte, de volver a la caverna; c'est comme ca y no hay nada más que decir. Para ir a un café, a un restaurante, a mi sport bar preferido habrá aún que esperar seis semanas... y eso aún por confirmar. «Dependerá de la evolución de la curva de contagios, queridos compatriotas» ¿Un mes y medio más? Eso es una patada en el estómago, señora primera ministra, ¿no podría reconsiderarlo? Se lo pido por favor; estoy harto de los ravioles con salsa pesto; de la ensalada de zanahoria con tomates; de tomar mi cerveza mirando por la ventana; leer a Celine mientras camino me destroza el cuello. Necesito sentarme, que alguien me traiga el filet americain con papas fritas y mi expreso doble a la mesa; ¿usted no? Máximo diecisiete personas al mismo tiempo por tranvía; un poco menos en los buses. ¿Cuántos en el metro, madame? Voy a tener que levantarme a las seis de la mañana para no llegar tarde a la oficina… si volvemos algún día al “trabajo presencial” ¿Cuándo vamos a regresar a la normalidad? Normalidad, normalidad, normalidad. ¿Quieres, de verdad, volver a la normalidad, Luciano? ¿A seguir sacándole la mugre al planeta; a no encontrar nunca sitio para parquear; a la vida atestada, apretujada, estridente; a vivir pretendiendo; a la frivolidad de la casaquita de media estación? ¿Qué es la normalidad, finalmente? ¿Acaso eso que era para siempre hasta que un día, gracias a un sancochado de pangolín, ya no lo fue más? ¿Será la “nueva normalidad” mejor que la otra, la vieja, la de antes, la del ruido y la furia? ¿Qué hay, querida señora, de la Champions League, de mis pasajes al Perú, de los campamentos de scouts de mis hijos, de las vacaciones de verano, del fin de semana en Paris con la francesita? Hay que reservar los hoteles con tiempo; comprar las entradas para el concierto por los doscientos cincuenta años del nacimiento de Beethoven; preguntarle a la vecina si puede pasar a darle agua al cactus de Ikea cuando yo no esté. Tenemos que organizarnos, madame, hacer nuestros planes. ¿Planes? Si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes, Luciano. No somos nada. Un año perdido… ¿o ganado? Mejor olvidarse de todo, no pensar, vivir es fácil con los ojos cerrados; lo dijo John.
Inge, 43: «La vie est un voyage et non une destination». Eso sí, Inge, querida, completamente de acuerdo contigo: Vivir es vivir ahora y que del mañana se encargue otro.
Bélgica, marzo-abril 2020.
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